Escrito por Daniel Pizarro - Académico Real Academia de Córdoba
Me encantó Ceuta y frente a las alternativas de saturados destinos valoré su tranquilidad, clima y convivencia y decidí, junto con mi esposa, hace mas de diez años, pasar nuestros veranos en tan acogedora ciudad.
Supe que mi nombre de pila tenía también vinculación con la historia del lugar ya que es una onomástica que portan muchos ceutíes. Radica su origen en que el Patrón de la urbe es San Daniel Fasanella, un franciscano oriundo de la actual Italia, concretamente de un pueblo llamado Belvedere Marítimo. Junto con otros seis compañeros de la Orden: Dónulo, Angel, Samuel, León, Nicolás y Hugolino, arribaron a Ceuta el 26 de septiembre del año 1227 con la convicción de predicar la fe católica.
Lamentable, aunque previsible, fue su corta estancia en la ciudad ya que sufrieron martirio y finalmente fueron degollados, el 10 de octubre de ese mismo año 1227, en la llamada playa de la sangre. Casi tres siglos más tarde el Papa León X, en 1516, a través de una bula pontificia y en honor al sacrificio, concedió el patronazgo de Ceuta a Daniel y sus compañeros mártires.
No es por tanto mi caso en Ceuta, por la explicable proliferación de danieles, pero si en otros lugares donde los últimos años, con bastante frecuencia, oigo mi nombre en la calle. Vuelvo la cabeza para localizar a quien me nombra y, casi siempre, es una mamá llamando a su niño o un papá requiriendo la atención de alguno de sus vástagos.
El nombre de Daniel se ha convertido en uno de los mas preferidos para asignar identificación a los nacidos. Recuerdo cuando mi apelativo sólo lo portábamos mi tío, mi primo, yo mismo y escasas personas más. En mis años de escuela, universidad y bastantes de mi ejercicio profesional, apenas he encontrado homónimos y tocayos.
Por esta razón me he sentido siempre ente individual pero últimamente tengo la sensación de estar indiferenciado, como si fuera un clon más de un enjambre. Evidentemente no cabe duda que la antroponimia da lugar para una breve digresión y algún comentario sobre el tema.
El nombre es claramente de los primeros regalos que se hace a los hijos. Tiene una importancia significativa ya que va a constituirse en una etiqueta personal de por vida que, en ciertos casos, puede constituir un condicionante psicológico y social.
Es cierto que, tradicionalmente, se imponían los nombres con los antecedentes familiares: abuelos, padres, conocidos o amigos, etc. En mi caso recibí el nombre en honor a mi abuelo paterno, Daniel Pizarro, al que no conocí. Mi padre añadió en el registro el santo del día, por lo que mi verdadera identificación civil es Daniel Ernesto. Aún siendo una combinación eufónica, y que no me desagrada, no lo he utilizado sino en algún documento o título académico. Ciertamente parece el nombre de un galán de novela de Corín Tellado o quizá de uno de esos futbolistas argentinos que inundan nuestros equipos.
Con esas premisas es corriente que los Antonios, Manolos, Pepes, Pacos, Juanes, Tolos, etc., con sus correspondientes femeninos, fuesen los más usuales. Ese carácter tradicional antiguo - máxime cuando la no imposición de sus nombres a nieto o nieta, daba lugar a casi ruptura de relaciones familiares - mantenía esta secuencial continuidad. Sin embargo aparecían, aunque no muy frecuentemente, heterodoxos que rompían lo establecido y daban originalidad a los apelativos de los hijos.
Por parte paterna mis abuelos sí tenían la vena tradicional y mi padre y mis tíos fueron: Juan, Francisca, Antonio, Daniel y María. Por parte materna, tras un inicio consuetudinario aplicado al nombre de mi madre, inicialmente María Josefa, y mi tío Pedro, mis abuelos buscaron novedades con Amancia, Ernesto y Rogelio. Paralelamente un hermano de mi abuelo bautizó a sus hijas como Amalia, Genoveva y Virginia. En el caso de mi madre, en la pila bautismal, el cura oficiante cuestionó el Josefa con el que venía nominada y convenció a mis abuelos para llamarla María Jesús, adoptando entonces un nuevo segundo nombre que era precisamente el del propio sacerdote: don Jesús.
En ese contexto recuerdo de niño a una familia de mi pueblo de excelentes profesionales de la albañilería -los leoncillos- que portaban nombres no corrientes: Efisio, Hermógenes y Sinesio.
La intercomunicación, el deseo de originalidad y, por qué no, la moda fue alejando lo tradicional y hubo una inundación de nuevos apelativos. Unos con ascendencia bíblica, Eva, Raquel, David, Daniel y otros de cursis influencias fotonovelísticas, Vanesa, Jennifer, Tamara, Raúl. También existe adopción de nombres procedentes de otros idiomas peninsulares, Iker, Leire, Jordi, Ainara, y cantidad de nuevos combinados, Miguel Jesús, Juan Javier, Mari Paula, Mari Paz, aunque últimamente parece predominar la tendencia a nombres sencillos: María, Lucía, Daniel, Hugo, Alejandro, etc.
He estado recientemente en EEUU donde viven muchos primos cubanos de mi esposa. De ellos seis hermanos curiosamente, por designio de su padre, no sé si por pura mnemotecnia o por otras razones, comienzan su nombre por W: Wilfredo, Wilson, Welquis, William , Wilmer y Willy.
En Cuba, donde voy con frecuencia, por ser el país de mi esposa, abundan los nombres más extravagantes y enrevesados con los más increíbles orígenes. Los hay procedente de ilación de pronombres como Yotuel (yo-tu-el) o de la palabra sí en ruso, inglés y español Dayesi (da-yes-si). Hay transcripciones fonéticas del inglés: Leydi (lady), Meivi (may be), Olidey (Holiday). Influencia de la cercanía y el atractivo por los Estados Unidos, en el argot cubano la yuma: Usmail (U.S. Mail), Usnavi (U.S. Navy) e incluso Yunaistei (United States). Con la presencia soviética se creó asimismo la Generación Y :Yoani, Yuri, Yumisleidys, Yhojayla, etc.
En España existe un pequeño pueblo, Huerta del Rey (Burgos), que se caracteriza por los inusuales y en ciertos casos cacofónicos nombres de sus habitantes: Frumencio, Onesiforo, Tenebrina, Burgundofora, Ensiquicio, etc.
Indudablemente muchas de estas herencias impuestas por los padres condicionan la vida a los poseedores, con mayor frecuencia en mujeres, que no pueden aceptar sus Sinforosa, Exuperancia o Pantaleona y generan eufemismos identificativos con, frecuentemente, ridículos diminutivos.
No se cual será la evolución de la antroponimia pero mucho me temo que, a no largo plazo, se nos identifique con un código de barras o clave alfa numérica combinación de huellas dactilares e imágenes digitales del iris. También posiblemente - aunque no me ilusiona la idea - con ello se eliminarán las incertidumbres y diatribas sobre la elección así como ausencia de confusión, como me ocurre, cuando oigo mi nombre por la calle.
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