Cuando antes se hablaba del Sáhara se hacía en genérico, refiriéndose a la franja que integran una docena de países, allí donde Pierre Benoit sitúa su Atlántida, con la reina Antinea y la Legión Francesa, en el macizo de Ahaggar, al sur de Argelia; e Isabelle Eberhardt, “la novia del Sáhara”, perecerá ahogada con sus manuscritos al sur de Orán; o Saint-Exupéry inicia su Principito en el desierto libio, o, como igualmente se ha contado tantas veces, P.C. Wren coloca su Beau Geste y a las guerreras azules con los képis típicos de la Legión, al norte de Nigeria.
En 1960, con la descolonización, entra en la escena internacional un territorio no autónomo, provincia española desde dos años antes, cuya posesión arrancaba de la Conferencia de Berlín, denominado asépticamente, por criterios geográficos, Sáhara Occidental, que ocupa la zona entre Marruecos y Mauritania limítrofe con el Atlántico y que comprende 266.000 kms2 del millón por el que se extiende el Sáhara. En 1976, el mismo día de la salida de España, el 26 de febrero, el movimiento de liberación del Frente Polisario, lo titulará la RASD. Pero aunque en términos internacionales, con el inglés, se ha impuesto correctamente Western Sahara, convencional, coloquial, usualmente, hasta por comodidad enunciativa, y sobre todo en la zona, España-Marruecos-Sáhara Occidental, se dice el Sáhara, sin más. La expresión Sáhara ha quedado así limitada a lo que significa, el desierto, pero sólo en el ámbito geográfico, la franja que forman once estados, porque en lo que se refiere a países, a naciones, el Sáhara es el Sáhara.
Se han superado ya cuatro décadas desde el inicio de tan desgraciado como enconado conflicto, que se constituye así en un permanente ejercicio inacabado para la diplomacia, la bilateral y la indirecta en sus diferentes grados incluido el del interés, y cuyas causas responden tanto a diversas insuficiencias del derecho internacional como a distintas servidumbres de la política exterior. Ese panoramic understanding ha llevado a abogar por situar la búsqueda de la solución en ámbitos metajurídicos y parapolíticos, esto es, en la realpolitik, raras veces enteramente ortodoxa pero con capacidad de principio para solventar determinados diferendos, que introducen elementos añadidos de alta complicación en su ya de por sí delicada ingeniería diplomática.
Porque el Sáhara se proyecta asimismo como mediatizador de la reivindicación alauita sobre las ciudades españolas en el norte de Africa, en grado imposible de precisar pero fácil de reconocer, lo que a su vez, en el juego de los contenciosos de la diplomacia española, conduce a una variable geoestratégica de primera magnitud en tan hipersensible zona, que faculta para lecturas del siguiente tenor: ¨ningún estado permitirá que un mismo país detente las dos orillas del Estrecho¨, en la aproximación alauita, que significa el punto central de su doctrina táctica, completada con el corolario ¨cuando Gibraltar sea español, Ceuta y Melilla volverán a Marruecos¨.
El Sáhara viene transitando de manera cansina, forzadamente monocorde y dramática bajo un sino aún incierto, donde por un lado no ha sido absorbido por Marruecos, ni siquiera relativamente a efectos concluyentes, con el reino alauita hipotecado por críticas de país anexionista y conculcador de derechos humanos, mientras que por otro, prosigue ampliando su reconocimiento diplomático y reafirmando su personalidad en la escena internacional, aunque en términos insuficientes, agravados por unas perspectivas a medio plazo en el vinculante Consejo de Seguridad francamente escasas, en el obligado eufemismo. Va sin decir que durante tantos años se han ido sucediendo las propuestas e intentos de solución pero el cuadro global persiste en sus líneas sustanciales.
Las distintas propuestas de acuerdo, de ¨arreglo¨, comprenden naturalmente las posibilistas y por tanto más aplaudibles a efectos operativos, incluidas las de resolución equilibrada, el ¨ni vencedores ni vencidos¨ de Hassan II, paradigma del monarca árabe culto y diplomático, que ha sido objeto de demasiadas exégesis como para que todas gocen del beneficio de la exactitud, pero desvirtúan la controversia en cuanto emplazan el punto de conexión con la solución en la realpolitik: ¨la realidad se impone después de tantos años; no hay solución técnica; la solución es política¨, afirmó Kofi Annan, desde el puro pragmatismo aunque lejos de los pactos internacional y bilateralmente convenidos, añadiendo que ¨esa vía, la política, es siempre mejor que la ruptura de hostilidades¨.
A la búsqueda, pues, de una fórmula ¨mágica¨ para desbloquear el diferendo, se impone precisar que el quid de la cuestión radica en la votación de los saharauis sobre su futuro, jalón central de consenso, es decir, que la fórmula sería para marcar el iter que conduzca al ejercicio del voto. Porque ese es el punto y no otro.
Ahora bien, reiterando que hay consenso total sobre la celebración del referendum para el desenlace, el problema está en las condiciones de su ejercicio y en lugar clave sobre los protagonistas, sobre el censo de votantes. Ahí procede centrar el asunto, en la búsqueda de la fórmula, que no tiene que ser tan mágica como en los imperecederas narraciones orientales, puesto que el elemento base, el censo, existe. El problema surge porque hay más de uno con pretendidos marchamos de validez.
El Sáhara cuenta con no pocos misterios, que se van desentrañando con la debida suavidad. Guardo la piedra caliza que me regaló el jefe de la misión cultural española en El Aaiún en 1980, con la representación de un ave, prueba de que el desierto fue un vergel hace diez mil años. Ya se sabe quién era la princesa Tin Hanin, última reina de la Atlántida, según la leyenda. También se ha resuelto el enigma del ¨ojo del Sáhara¨, el gran hueco circular de 50 kms. de diámetro en medio del desierto, como se han explicado las pinturas rupestres de Tassili. Incluso, si aceptamos la tesis de Fedan, allí en las montañas de Tibesti, en Chad, habría estado el Grial, en su versión de evangelio, llevado desde la biblioteca de Alejandría antes de su destrucción.
Pues bien, resulta que en el Sáhara también se encuentra el que podría ser elemento desbloqueador, un factor con entidad suficiente como para resultar cuasi decisivo, como lo pudo ser en su momento. Todavía viven venerables santones, con el gran valor que tiene la ancianidad en los pueblos árabes, que podrían arrojar luz sobre las personas que lo habitaban en 1976, que aún sobreviven en número quizá aceptable como para ser actores legítimos. En definitiva, se trataría de asignar solvencia bastante al censo del 74, el último realizado por la administración española, cuyo grado de fiabilidad se ha reputado como relativamente alto y de ahí, como se dice antes y por su pertinencia se reitera, que hubiera debido de suponer instrumento incuestionado para el referendum, que da un 81,9 por ciento de población sedentaria, con 73.497 habitantes, cifras ambas más que plausibles. Cierto que a estas alturas, cuatro décadas y media después y con las posiciones enquistadas, su aceptación se antoja como harto difícil, tarea ímproba, quizá digan algunos, pero en cualquier caso, puede y debe de sostenerse que factible. Claro está que se requeriría la buena voluntad de las partes y naturalmente y antes, la bona fide. Por supuesto. Pero ciertamente el movimiento en tan esclerotizado tablero bien parece merecer la pena, porque amén del objetivo final, refrendaría en alguna manera la introducción, la preponderancia del principio humanista en la diplomacia, siempre razón suprema de toda política exterior que se proclame civilizada.
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