El tercer sexo

Si bien Alemania ha dado un ejemplo permitiendo que sea el intersexual quien decida su papel burocrático, la medida se queda corta pues no elimina el dilema: hombre o mujer

En una medida más acorde con los ideales que debieran recoger aquellas políticas de fuerte carácter social, véase la mal llevada a cabo en la España de Zapatero en el País de las Maravillas o en la Francia del fulano Hollande, Alemania, nación firme, rotunda y viril desde el propio idioma, acaba de dar un paso, que aunque incompleto e insuficiente, no encuentra parangón alguno en ámbito europeo (y apenas mundial) al permitir que en los certificados de nacimiento no se registre el sexo de los recién nacidos, una pequeña gran revolución jurídica destinada a hacer más llevadera la vida a las personas que ven la luz sin que sea fácil determinar ni siquiera por parte de los galenos si son hombres o mujeres.
De tal modo, la puesta en marcha de una ley nacida desde admirable naturalidad, envidiable consenso y magnífico silencio, supone en la teoría y en la práctica validar, reconocer y admitir como una verdad innegable, la existencia del tercer sexo, que se añade a la tradicional clasificación de género masculino y femenino, una modificación que nace de la necesidad de subsanar carencias burocráticas y dotar de sentido a la existencia de un porcentaje de la población mayor del que a priori cabría imaginar: cada año en Alemania nacen 400 personas sin sexo definido, es decir, sin ser hombre o mujer, el llamado a efectos jurídicos ser humano intersexual, individuos con testículos y ovarios, hombres enjaulados en el cuerpo de una mujer o viceversa o bebés marcados para ser de adultos lo que no son al nacer: travestis, transexuales.
Si bien la concepción y puesta en marcha de la citada ley constituye un ejemplo para el resto de países, la misma, en práctica desde el pasado día 1, guarda vacíos teóricos que han de ser completados en un futuro inmediato, y que por consiguiente fueran palpables en su funcionamiento, en aras de que el sentido primordial de la ley no quede cercenado, su ejemplo menguado y su efecto rebajado. De momento, la norma hará posible que la persona que aún no sabe si es hombre o mujer (porque quizá sea del tercer género) pueda en el momento en que lo desee, decidirse por el sexo masculino o femenino pero es éste un dilema que, acaso sin perseguirlo, vuelve a sacar a escena la raíz del problema y en todo su esplendor en una especie de torpe bucle: encasillar a una persona en lo que ni siente ni es, mujer u hombre. De modo que ahora mismo únicamente se evita que sean los padres del sujeto en cuestión quienes eleven la decisión en un sentido u otro al nacer y se pospone a que sea el propio interesado quien, años, lustros, décadas después, adopte el papel que ha de interpretar para con la burocracia y la sociedad. Un adelanto, sí, pero incompleto, pues.
¿Por qué hombre? ¿Por qué mujer? El hecho de permitir que el ser humano intersexual cuando nazca goce de una casilla en blanco, ni un género ni otro en las partidas, sólo tendría sentido completo si, de adulto, se le diese la posibilidad de marcar la equis que correspondiera no sólo en las dos casillas tradicionales sino también en una tercera, la concerniente al tercer sexo.
En pleno siglo XXI, que las naciones del primer mundo den la espalda burocrática, amén de alimentar sociedades reacias a asumir la evidencia, a la existencia de un tercer sexo, que asimismo goza de múltiples aristas, supone además de una patada a la lógica humana, una límpida manifestación de oceánica necedad. Porque sólo es preciso darse una vuelta por los exquisitos mundos que nos brindan las bellas artes, un viaje al pasado por los siglos de los siglos, para advertir cómo en cuadros, libros, esculturas, canciones, películas, fotografías, obras de teatro, además de hombres y mujeres; animales voladores y acuáticos; árboles y plantas, siempre tuvieron un hueco considerable un sinfín de seres humanos dibujados, filmados, descritos dentro de cuerpos de travestis, hermafroditas, transexuales o individuos con falos hercúleos que menstruan cada mes.
Negando esta realidad, se da un sonoro portazo, todo un homenaje a la cerrilidad, a la demagogia y a la incultura humana, a numerosos cuadros de Gauguin y de Schiele; a esculturas como la Hermafrodita durmiente, copia romana de un original griego que actualmente se exhibe en el Louvre y que da una muestra más que fundamentada, innegable, de que la intersexualidad se conoce, porque desde entonces existe, desde la Antigüedad; a canciones de Dylan, Waits, Sabina o Cohen; a películas de Almodóvar o Allen; a libros de Vargas Llosa, Oé o Murakami; o a infinitas páginas, reflexiones, teorías, doctrinas de filósofos griegos, teutones, franceses que abarcan todos los siglos después de Cristo, un legado histórico que no sólo contempla la existencia del tercer género sino que aplaude, abraza, embellece la forma y el fondo; la obra y los milagros; de aquellas gentes que murieron encuadradas por la burocracia de los países bien en un sexo equivocado, bien en el doloroso vacío del olvido, bien en el infame ostracismo y escarnio.
Confiando en que la medida adoptada tenga una segunda parte en Alemania, un país sustentado por el pueblo más instruido del continente, sirva de ejemplo y ánimo para que las demás naciones, sin necesidad de que éstas, como ocurrió en la penosa etapa de Zapatero, actúen sólo movidas por hipócritas intereses electorales y por estupidez escalofriante, y sí se pongan manos a la obra aprovechando una oportunidad magnífica para avanzar en unos derechos sociales que, más allá de hacer justicia moral, sesgaría un pasado burocrático infame y errante y supondría una nueva salida para que, dentro de un marco imperante en la total normalidad, hombres y mujeres podamos aprender de las virtudes, matices y características singulares del tercer sexo (y viceversa) sin que ello constituya un acto vandálico, soez y punible a ojos vista del papeleo.