Categorías: Opinión

El color del cristal con que se mira

“En este mundo traidor
nada es verdad ni es mentira
todo es según el color
del cristal con que se mira”. Que cierto es. Nadie tiene la verdad absoluta, todo es relativo. Ante un mismo hecho, es muy posible que dos personas tengan dos versiones totalmente diferentes, incluso opuestas. ¿Cómo puede ser así si las cosas son como son?. El papel que juega la subjetividad, su fuerza, es muy grande y las cosas no siempre son como parecen. Esa es nuestra visión, nuestra visión de los hechos, pero otros lo ven de otra forma y seguro que tendrán múltiples argumentos que justifiquen su posición.
A veces uno es testigo de una disputa, de una disparidad de opiniones y no siempre es fácil decantarse hacia uno u otro lado cuando se escuchan los razonamientos de cada una de las partes. A mí me ha sucedido en más de una ocasión. En muchos casos cuando he escuchado la primera de las versiones me ha parecido que podía adoptar una posición clara, ya fuera a favor o en contra. Pero cuando he escuchado la versión de la otra parte, con frecuencia he dudado respecto de mi primitiva opinión.
Si esto es difícil para un observador neutral que intenta ser “objetivo”, ya nos podemos imaginar cuán difícil será aceptar la posición del otro cuando estamos convencidos de que nuestra posición es la correcta. De aquí surge el irreconciliable e imposible acercamiento de posturas que a veces se produce en una negociación, en los pequeños “roces” que todos tenemos con nuestros semejantes en la convivencia diaria o en la dificultad de perdonar.
Perdonar es muy difícil, extremadamente difícil, casi imposible (o sin el casi) imposible algunas veces. ¿Por qué es tan difícil perdonar?. Ante una acción que consideramos contraria a nuestros deseos, a lo que nos merecemos, a nuestra dignidad por parte de otra persona, nos sentimos defraudados, engañados, estafados, frustrados y decepcionados, algo se quiebra dentro de nosotros. Nuestro orgullo y la necesidad de mantener intacta nuestra dignidad, nuestra imagen, nos impide perdonar. Tendemos a encerrarnos en nuestro dolor, como mecanismo de defensa, nos distanciamos de aquél que nos hirió, como si alejándonos la angustia menguase. Sin embargo, pocos entienden que para sanar un corazón lastimado, el perdón genuino es la mejor opción, aún resultándonos difícil.
Pero es tan complicado ponerse en el lugar del otro, comprender las razones del otro que a veces las explicaciones no hacen sino empeorar la situación. Una vez oí decir que en los problemas de amor en la pareja, cuanto más se habla sobre ellos, más empeoran. Al principio me pareció un disparate, pero después de pensarlo detenidamente, creo que al que lo dijo no le faltaba razón. Quizás con el perdón suceda algo parecido.
Algunos interpretan el perdón como signo de debilidad. Nada más lejos de la realidad según mi opinión. El perdón supone tal grado de fortaleza de espíritu y de personalidad, de justa y magnánima valoración de las circunstancias, que otorga a quien lo ejerce el grado de persona madura, equilibrada y feliz. Sí, digo también feliz porque el perdón otorga a quien lo concede una elevada dosis de felicidad y paz consigo mismo.
Pero siguiendo con la creencia de que poseemos la verdad absoluta, todos tenemos “nuestra verdad” y estamos convencidos de que es la única, la auténtica. Cuán equivocados estamos también en esto, pues no hay verdad absoluta. Salvo algunos hechos objetivos que están fuera de toda discusión, lo demás es todo subjetivo y opinable y basta que alguien tenga la suficiente habilidad en el manejo de sus argumentos para que sea capaz de cambiar algunas ideas que para un observador “imparcial” podrían parecer inamovibles. Pero nunca serían suficientes para cambiar la opinión de quien sostiene la postura contraria. Precisamente a ese sí que será muy difícil hacerle cambiar de opinión porque está convencido de que “su verdad” es la auténtica.
Todo es muy relativo en la vida y con el paso de los años, más relativo aún. El color del cristal con que se miran e interpretan las cosas va cambiando con los años, se va oscureciendo o aclarando, según qué cosas sean. Viene esto al caso porque estoy escribiendo este artículo en un lugar público y, mientras escribo, me ve un amigo que se acerca y se sienta a mi lado para charlar conmigo. Hago un alto, por supuesto, en mi tarea de escribir y me dispongo a charlar con mi amigo. Lo conozco desde hace muchos años, es también profesor, un poco mayor que yo, estudiamos la carrera juntos pero por su edad él iba un par de años más adelantado que yo.
Me cuenta mi amigo que por fin ha hecho realidad, al menos por un año, su viejo sueño de obtener una plaza como profesor en un sitio largamente codiciado por él. Me pregunta:
“¿No te enteraste de la convocatoria de la plaza?. Me ha extrañado que tú no la pidieras también”.
“Pues no, no me enteré” – le respondo-. “Pero aunque me hubiese enterado, tampoco la hubiese solicitado.
Mi amigo me mira con cara de extrañeza pues sabe que en otro tiempo yo hubiera pillado un cabreo tremendo por no haberme enterado de la publicación del concurso de méritos para optar a dicha plaza, porque en otro tiempo yo también hubiese estado muy interesado en optar a ella. Pero ahora ya no. Lo que en otro tiempo me hubiera causado una ilusión tremenda, ahora me producía indiferencia. Respecto a esto, el color del cristal con que miro las cosas ha cambiado mucho. Lo que en otro tiempo hubiera sido muy valorado y deseado por mí, ahora era totalmente intrascendente. Y me alegré, realmente me alegré de que algo que era sustancialmente material hubiera dejado de interesarme. En cierto modo comprobé que me había despojado (al menos en parte) del interés por cosas materiales y ahora me interesaba más y estaba dispuesto a emplear mi tiempo en otras cosas menos materiales que me producían grandes satisfacciones personales y me llenaban más como persona.
En cambio, el color del cristal de mi amigo no había cambiado y seguía conservando la misma ilusión por obtener esa plaza que cuando era mucho más joven. Finalmente lo había conseguido, al menos por un año, y estaba poniendo en el desempeño de su trabajo todas las ganas y la ilusión propias del buen profesional que siempre ha sido. Me alegro por él.
Esto es un simple ejemplo de cómo el cristal con que vemos las cosas cambia con el tiempo y de una persona a otra. Y ha ocurrido curiosamente mientras escribía este artículo. Seguro que cada uno de ustedes tiene muchos más ejemplos de este  fenómeno, de cómo algunas ideas y convicciones que nos pueden parecer inamovibles, cambian simple y llanamente por el paso del tiempo… Pero no, no es sólo por el paso del tiempo, sería muy ingenua y simplista la explicación que tratara de justificar todos esos cambios en nuestras ideas y pensamientos por el simple paso del tiempo. El tiempo pasa sobre nosotros y todo un cúmulo de experiencias nos hace cambiar y que veamos las cosas de otra forma.
La Naturaleza es sabia y hace que las cosas sean así. Afortunadamente, con los años perdemos el ímpetu y la impulsividad de la juventud, que tiene esas características porque son absolutamente necesarias cuando uno está planificando su proyecto de vida. Pero con la madurez, la impulsividad deja paso a la reflexión, a la serenidad, a ver las cosas más en su justa medida, despojadas del ímpetu y la pasión.
Nos podemos preguntar, ¿es mejor lo uno o lo otro?. Cada cosa tiene su momento y no sería nada bueno un joven con la excesiva reflexividad de una persona madura, ni tampoco una persona madura con el ímpetu de un joven. Pero si me preguntan a mí, ¿qué les voy a decir yo?.
Aún a riesgo de equivocarme, respetando todas las opiniones que seguro habrá en sentido contrario y reconociendo toda la inexperiencia y precipitación, propias de la juventud, en este caso recurriría al refranero español, siempre tan sabio y sensato y con un dicho adecuado para cada tema, para cada situación. Para esta ocasión usaría aquel que dice: “Juventud, divino tesoro”. Creo que con esto ya está todo dicho.

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