La constitución española de 1978 cumple cuatro décadas con honor y con el relevante título de haber sido la que más estabilidad y desarrollo ha dado al país
Es amplio y vario, séxtuple al menos, el hecho diferencial del devenir español.
Y es una y primigenia su quiebra histórica: la falta de unicidad de su cultura, su déficit unitario en el interior y hacia el exterior, tanto a pesar de la gesta singular de América en el segundo caso, como del hecho privativo de la Reconquista en el primero, ya que el concepto resultante de cultura española no llega a la categoría de unívoco ante la pujante realidad y riqueza de las demás culturas coexistentes. La propia historia demuestra que España no se unió de manera natural, de que a pesar de unos límites facilitadores en el plano macropolítico, como enfatizan los tratadistas, con gran parte de frontera marítima y con los Pirineos, configurando una piel de toro de medio millón de kms2, el ensamblaje, la configuración del mapa nacional, de un estado siempre soldado en difícil equilibrio y sometido a tensiones nacionalistas, continúa obscureciendo la unidad, la unicidad, la univocacidad del concepto España, en el que esa España de las Autonomías, que recoge la Constitución, responde a una concepción coyuntural más que a una creación elogiable desde la técnica del derecho político.
La constitución española de 1978 cumple cuatro décadas con honor y con el relevante título de haber sido la que más estabilidad y desarrollo ha dado al país. Pero claramente su tiempo ha pasado. Dicho de otra manera, los cuarenta años transcurridos aconsejan y reclaman la debida actualización. Y ello, por definición: todas las cartas magnas, a causa de la evolución de los países, requieren y practican las adecuadas, necesarias adaptaciones, lo que en España, donde el texto se promulgó ex novo y tras una época de aceleración histórica sin precedentes, con una población resultante que no tiene mucho que ver con la de hace ocho lustros, resulta patente e impostergable, bien mediante reformas parciales bien, lo que parecería más indicado hasta simbólicamente, promulgando una nueva constitución. No se ocultan, sin embargo, las reticencias ante una nueva Carta, por la inclusión de cuestiones sensibles –comenzando por la forma política del Estado, que requiere el correspondiente referendum- lo que llevaría a la conclusión de la mayor factibilidad de una reforma parcial, que amén de en aras de la operatividad a corto plazo, incluyera el punto central que se está tratando aquí.
Igual que de la mano del pragmatismo, vengo propugnando la realpolitik en el campo internacional para la resolución de nuestros contenciosos diplomáticos, exacta o aproximadamente igual, procedería aplicar la realpolitik interior en el texto constitucional, donde en un país partido casi matemáticamente en términos políticos en dos, y con el juego de cuatro protagonistas más catalanes y vascos, habría que agendar con carácter prioritario la cuestión territorial, esto es, el Estado federal.
Como escribí hace ya meses en el artículo La técnica del poder en los políticos españoles, la nueva constitución tiene que abordar perentoriamente el federalismo, con un difícil juego de equilibrios, complicado todavía más por los partidos nacionalistas, hasta donde permita una técnica básica del poder, del reparto del poder, que encauce las afuncionalidades, las duplicidades y el número de las autonomías. Como de manera certera ha puntualizado en este punto concreto Otero Novas, los políticos españoles tendrían que tener presente que un 25 por ciento de la población no es partidaria del estado autonómico y otro 25 por ciento, lo que da un total de la mitad, lo encuentra mejorable.
Y por otra parte, el principio de libre disposición, que ya en el XIX Renan y Bergson delineaban con nitidez: ¨La nación es un alma, un principio espiritual¨; ¨La nación es una misión¨. De ahí y más en el XXI, que toda colectividad, con especificidades reconocibles y suficientes, pudiera tener derecho a constituirse en nación, en la que su alma singular faculte para embarcarse en la misión histórica de llevar adelante su propio destino. En el caso español, en el difícil caso español como se ha subrayado en el párrafo inicial, habría que buscar al mismo tiempo, la afirmación de la compatibilidad que permitiera, por encima de las diferencias y a la búsqueda de la armonía política que parece resultar tan posible como deseable, seguir todos integrados en la misión común española.
Desde la panorámica anterior, la praxis inmediata ante el desafío catalanista, respondería al siguiente esquema, anticipando que España, al tiempo de permitir los ejercicios plebiscitarios sobre cuestiones cardinales como corresponde, seguiría unida como corresponde todavía más, en cuanto valor supremo.
1) El catalanismo ha anunciado la celebración unilateral de un referendum independentista. Dado que la Constitución española no reconoce ese tipo de iniciativas unilaterales, la respuesta del Estado surge automática. Más allá de consultas al Tribunal Constitucional cuyos dictámenes no pueden ser otros que los prohibitivos en su congruencia jurídica pero que no terminan de resolver la cuestión en términos adecuadamente efectivos, ya que la acción del Estado se sitúa en el terreno judicial y no en el político, y fracasada por insuficiente la instrumentada vía política Madrid-Catalunya, en la que quizá pudiera sostenerse que el gobierno no ha negociado en grado bastante o con suficiente acierto disuasorio, emerge sin discusión la procedencia de la aplicación del art. 155 de la Constitución, legitimado por el interés nacional ante la heterodoxia, para que la cuestión no se desvirtúe todavía más.
2) Encauzado el movimiento catalanista, más que probablemente lícito pero manifiestamente ilegal, durante un período transitorio, se procede a la reforma total o parcial constitucional, incluyendo para las distintas partes del Estado, a las que pueda corresponder – en principio, vascos y catalanes- el derecho de libre disposición, no fácilmente objetable desde la mentalidad occidental del tercer milenio, dadas una serie de circunstancias que ni siquiera requieren particular enunciación, por evidentes.
3) Aprobada la reforma constitucional con el derecho de libre disposición, se pasa a su reglamentación, en base al principio de la mayoría cualificada, con el consiguiente porcentaje, como establece la propia Constitución para su reforma, y se celebra la consulta.
4) En el terreno del pronóstico objetivamente fundado –en ninguna de las encuestas los soberanistas catalanes llegan a la mitad, aunque se aproximan, y se reitera que se votaría con la exigencia, lícita y legal, de mayoría cualificada- las aspiraciones catalanistas serían derrotadas. Solventada la cuestión en vía plebiscitaria, habría que pasar al reconocimiento, político y jurídico, de ese considerable movimiento catalanista. ¨Eso es un título¨, como patentó en otro contexto histórico Clemenceau y que resulta todo lo extrapolable que se quiera, que se refrendaría en el nuevo texto constitucional.
Incidentalmente y fuera de texto, se recoge aquí que en un estado federal, de estimarse oportuno, podría mejorarse el régimen particular de las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla, aunque ciertamente más complicado por su delicada vertiente internacional. Ya me adherí en su momento a la tesis de que desde el punto de vista constitucional no parece haber impedimento técnico sustantivo para su transformación en Comunidades Autónomas, lo que abriría un sugerente iter hacia su propio destino. Calibrar el coste diplomático de la operación, sin duda casi prohibitivo, y eso empleando un eufemismo, no corresponde a este artículo, ¨el derecho de libre disposición y la ortodoxia política¨.
Este artículo se escribió antes de que se produjera la crisis catalana