Artículos escritos por Juan Pizarro en El Faro de Ceuta https://elfarodeceuta.es/autor/juan-pizarro/ Diario digital Fri, 12 Jul 2024 07:20:57 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.7.1 https://elfarodeceuta.es/wp-content/uploads/2018/09/cropped-El-faro-de-Ceuta-32x32.jpg Artículos escritos por Juan Pizarro en El Faro de Ceuta https://elfarodeceuta.es/autor/juan-pizarro/ 32 32 Valle de Alcudia https://elfarodeceuta.es/valle-alcudia/ Fri, 12 Jul 2024 02:06:21 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=1073812 Los libros de viaje -continuando una tradición seguida por los autores del 98: especialmente Unamuno, Azorín, Eugenio Noel, Ciro Bayo…- fue un género muy cultivado en la posguerra; sobre todo, a partir del Viaje a la Alcarria (1948), de Camilo José Cela. La obra que inaugura este género, según los historiadores, en la literatura española […]

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Los libros de viaje -continuando una tradición seguida por los autores del 98: especialmente Unamuno, Azorín, Eugenio Noel, Ciro Bayo…- fue un género muy cultivado en la posguerra; sobre todo, a partir del Viaje a la Alcarria (1948), de Camilo José Cela. La obra que inaugura este género, según los historiadores, en la literatura española es la Embajada a Tamorlán (1582), de Ruy González de Clavijo.
Recordemos algunos de estos títulos: Las Hurdes, tierra sin tierra, de Víctor Chamorro; Campos de Níjar, de Juan Goytisolo; Viaje por la sierra de Ayllón, de Jorge Ferrer-Vidal; Tierra mal bautizada, de Jesús Torbado; Por el río abajo, de Grosso y López Salinas; Caminos de la Mancha, de José Antonio Vizcaíno; Viaje al Rincón de Ademuz, de Francisco Candel; Orillas del Órbigo, de Antonio Colinas, entre otros muchos; pero, aun así, no son pocas las comarcas o territorios no hollados literariamente por ninguno de nuestros escritores. Eso acontecía hasta hace algo más de medio siglo con nuestro vecino -este sí es propiamente un valle, no los Pedroches- Valle de Alcudia.
Publicado en 1967 por la desaparecida Alfaguara de Cela, Valle de Alcudia fue un libro inencontrable hasta hace poco en que la Diputación Provincial de Ciudad Real, en su colección Biblioteca de Autores Manchegos, en 2015 concretamente, publicó la segunda edición, ya agotada; Ediciones Puertollano, en 2022 editó la tercera, que imagino -para los lectores interesados- aún se podrá fácilmente conseguir.

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Adquirido, en su primera edición, en el dominical mercadillo de libros de lance de la plaza Redonda de Valencia, el texto trata de un viaje a pie por la comarca (unos doscientos kilómetros), que, como es sabido, aparece al principio del Rinconete y Cortadillo, de Cervantes: “Aunque la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce o quince años…”.
Aunque a lo largo del texto no se aclara, según la reseña de la segunda edición aparecida en el diario Lanza de Ciudad Real, el viaje fue realizado durante la Semana Santa de 1962.
En el libro, como vehículo de información, predomina el diálogo, salteado por breves descripciones azorinianas del paisaje:
“El cortijo de Cirilo, como la mayor parte de los del valle, se alza sobre un alcor. La senda desciende hasta una pradera de jugosa hierba donde se hunden los pies y las botas se cubren con el polvo amarillo de las magarzas. Luego cruza un riachuelo por un gallipuente cubierto de tierra y sube el repecho final hacia la casa”.
“La trocha discurre entre cerrajones y riscales. Por las quebradas fluyen rozas y arroyos en busca del Montoro. En las laderas el matorral -tomillo, romero, cantueso y espliego- ha desplazado a la hierba. Más adelante el monte se embravece y aparece cubierto de jaras y retamas”.
Es de destacar, sobre todo, la abundancia de léxico rural: bonales, posío, chabana, názuras, burrero, torruca, sablera, pelluelas, mesto, ticera, bauzada, morenero, gallipuerta, negrizal…
Como suele ser habitual en este género, el libro encierra, más o menos acentuado, un valor testimonial de carácter crítico:
Sobre el absentismo: “(La mayor parte del término municipal) está en manos de grandes propietarios, que, además, no son del lugar y no se preocupan de la gente”. “El ama está en Madrid y lleva ya once años sin venir por aquí”. “La mayoría de los propietarios del valle de Alcudia viven lejos y los guardas se encargan de llevar la administración de los quintos”.
Sobre los intermediarios: “Quien consume la carne la paga cara (…). Pero nosotros no ganamos casi nada. Los beneficios se los llevan los intermediarios”.
Sobre la dureza de la vida y las míseras retribuciones:
“-De los pastores no se pueden contar más que fatigas”.
“-Trabajamos de sol a sol. Y por la noche, todavía hay que cuidar la yunta hasta cerca de las once. Y por la mañana levantarse temprano para lo mismo…”.
“Mirando las llamas, el gañán se siente arrastrado a la confidencia (…). Su voz es como un eco de otras voces que han ido acumulando en su ánimo tristeza, rabia, impotencia, coraje…”.
“Los carboneros callan y contemplan las llamas del hogaril. En su silencio y en la fija mirada parece acumularse amarga pesadumbre de siglos”.
“-Todas las ganancias son para los dueños. Solo necesitan cobrar mientras los arrendatarios pechan con todos los gastos”.
Los pastores trashumantes también dejan oír su queja: “-Los serranos arrastramos una vida muy triste. Siete meses solos en el campo, separados de la familia, lavando, guisando…”.
Sin olvidar el también abnegado trabajo de las mujeres:
“-(La tarea principal) es saber lo que vamos a comer. Muchas veces, cuando se agota la mesada, sin tiendas ni crédito, hay que salir a buscar cardillos y criadillas al campo para guisarlos con un poco de aceite”.

valle-alcudia-libro-colaboracion-juan-pizarro-1Y, riéndose, dijo una de ellas: “(…) trabajamos nosotras más que ellos (…) .Todos los días hay que arreglar el chozo, cuidar la lumbre, vigilar a los niños, hacer las comida, lavar la ropa… ¡Qué se habrán creído estos!”.
En fin, las palabras de Jovellanos, pese al tiempo transcurrido, no habían perdido su vigencia: “Los desdichados campesinos (…) llevan una vida de trabajo incesante y pesado. Trabajan hasta la vejez extrema, sin tener esperanza de ahorrar y luchando siempre con la pobreza”.
En aquellos años ya se empezaba a dar el fenómeno, por el libro de Sergio del Molino, conocido después como de la “España vacía”: la emigración tomaba ya proporciones masivas y la población quedaba reducida a la mitad: “Dentro de poco Alamillo -localidad aledaña a la comarca, de la que era natural uno de los autores- será un pueblo vacío y triste, habitado solo por niños, mujeres y viejos tomando el sol en las esquinas, perdidos en sus recuerdos, añorando los tiempos en que había trabajo para los hombres del campo en el valle de Alcudia”.
Por la desconfianza que, sobre todo, en la España rural de aquellos años -el recuerdo de los maquis, “los de la sierra”, aunque lejanamente, aún estaba presente en los paisanos- producía un par de forasteros, a pie, recorriendo el territorio hizo que la Guardia Civil, en varias ocasiones, les pidiera la documentación; y, en Cabezarrubias, además, después de haberse producido días antes, el atraco a un minero que regresaba andando al pueblo desde Puertollano, un prepotente alcalde los hizo llamar al Ayuntamiento para preguntarles, de muy malas maneras, qué les llevaba allí.
Entre los asuntos, según le informaron al monterilla, que iba a tratar el libro que proyectaban escribir estaban “las costumbres, la historia, la geografía…” de la comarca; pero, sorprendentemente, en lo tocante a la segunda, al llegar al río Alcudia, no refieren nada sobre la catástrofe ferroviaria ocurrida en aquel lugar el 27 de abril de 1884: sobre el río -entre Chillón y Almadenejos- se levantaba un puente de fábrica, con gruesos estribos y pilas, que tenía una longitud de noventa metros, repartidos en tres tramos metálicos, sobre el que pasaba la línea férrea Ciudad Real-Badajoz; a las cuatro de la madrugada del citado día, provocado por la aserradura de la vía a la altura del kilómetro 276, así como por el derribo de varios postes de telégrafo, descarriló un tren que venía de la estación de Chillón -además de con algunos vagones con ovejas- ocupado en su mayoría por soldados de los regimientos de infantería Castilla y Granada. El río, normalmente de escaso caudal, debido a las recientes lluvias bajaba muy crecido. El desastre se cobró la vida de cincuenta y siete militares y dos civiles, fallecidos muchos de ellos por ahogamiento o que perecieron al caer. Hubo también cincuenta y seis heridos que fueron trasladados, los dos más críticos, al hospital de Almadén; y los demás, a Almadenejos.
Los peritos concluyeron tras su investigación, como no era muy difícil suponer, que todo había sido debido a un sabotaje, extrañamente, nunca reivindicado. Fue el mayor desastre ferroviario ocurrido en España hasta la fecha.
En el chozo donde fueron acogidos en Los Bonales, a petición de su mujer, el gañán hizo una pausa para sintonizar en la emisora municipal de Pozoblanco, La Voz de los Pedroches, un espacio dedicado a transmitir mensajes a los campesinos, pastores, carboneros… dispersos por los campos. Era un espacio en el que, como más de un lector recordará, se podían oír cosas tan chuscas como esta: “Se comunica a Rosalía (por ejemplo), en el cortijo tal o cual, que se prepare que esta tarde va el señorito”.
El libro, en la edición de Alfaguara, extrañamente, contra lo que suele ser normal en este tipo de publicaciones, carece de un mapa que ilustrara sobre el itinerario seguido por los autores. En la segunda y la tercera edición, de la Diputación Provincial de Ciudad Real y Ediciones Puertollano, como dijimos, respectivamente, sí figura.
Son un acierto, en cambio, las interesantes fotografías de chozos, paisanos, colmenas, ventas, fiestas, lavaderos…, hechas por Sanz.

Los autores

Vicente Romano (1935-2014). En 1954, con tan solo el bachillerato, como tantos otros, emigra para trabajar a la República Federal Alemana, donde coincide en Münster con el filósofo Manuel Sacristán, que lo anima a hacer estudios superiores, y, en particular, Comunicación, en la que se llegó a doctoral. Coincidió en clase con la posteriormente famosa terrorista Ulrike Meinhoff (una de las fundadoras de la banda Baader-Meinhoff).
Impartió numerosas conferencias o trabajó como profesor en Alemania, Francia, Estados Unidos, Canadá y Brasil.
Fue catedrático de Comunicación audiovisual en la Universidad Complutense de Madrid y en la de Sevilla.
Es autor de más de una docena de libros, entre los que figuran: La formación de la mentalidad sumisa, El tiempo y el espacio en la comunicación. La razón pervertida, Ecología de la comunicación, La intoxicación lingüística, El uso perverso de la lengua, Sociogénesis de las brujas. El origen de la discriminación de la mujer…
Fue también autor, entre muchas otras, de la hasta entonces tercera traducción completa al español de El Capital, de Carlos Marx, y, con Jesús López Pacheco, de Poemas y canciones, de Bertold Brech.
Fue asiduo visitante y luego residente, desde 1978 hasta la caída de Muro de Berlín, de la República Democrática Alemana.
Como curiosidad, hace años, a veces proveía a los amigos de la fenecida emisora municipal Radio Villanueva de textos que entendía apropiados para su lectura en el programa matinal; en una ocasión -creo que era por Navidades-, uno de los que seleccioné fue el capítulo “Pastores” del libro que comentamos y dio la casualidad de que Vicente Romano estaba en su pueblo, Alamillo, de vacaciones y oyó la lectura. Sorprendido y agradecido por ello, llamó a la emisora para ofrecerse, generoso, a dar una charla sobre su especialidad a los trabajadores de la misma, para lo que se desplazó al pueblo días después.
Fernando F. Sanz, madrileño de 1932, es periodista especializado en ferrocarriles. Aparte de numerosas colaboraciones en obras colectivas y artículos referidos al tema, sobre todo en El País, es autor, entre otras de las siguientes obras: La construcción de locomotoras de vapor en España, Viendo pasar los trenes e Historia de la tracción de vapor en España.
El libro Valle de Alcudia, escrito al alimón, como hemos visto, con Vicente Romano fue para ambos su primera obra publicada.

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La novela popular española: los que partían la pana (1) https://elfarodeceuta.es/novela-popular-espanola-partian/ Fri, 26 May 2023 02:25:27 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=897848 Hace tiempo, en un editorial de la revista LEER, encontré esta frase: “El español huye del libro como el vampiro del ajo”. Y, aunque puede parecer exagerada e ingeniosa, dejando aparte el fenómeno de los superventas o best sellers, entiendo que actualmente no está demasiado alejada de la realidad; aunque, desde luego, habría que distinguir […]

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Hace tiempo, en un editorial de la revista LEER, encontré esta frase: “El español huye del libro como el vampiro del ajo”. Y, aunque puede parecer exagerada e ingeniosa, dejando aparte el fenómeno de los superventas o best sellers, entiendo que actualmente no está demasiado alejada de la realidad; aunque, desde luego, habría que distinguir claramente la compra de la lectura: entre estas, creo, existe un gran desfase: aquella supera en mucho a esta.
Con respecto a los superventas, dicho sea de paso, la sinvergonzonería de algunas editoriales es más que notable: utilizan descaradamente la popularidad de algunos tertulianos, “colaboradores” o presentadores de televisión para hacer caja; por lo general estos no escriben nada: las editoras se encargan de contratarle negros para que les hagan la faena: recordemos el caso de Ana Rosa Quintana, a la que el negro, que era su excuñado, le gastó una mala pasada colándole en su supuesta novela de matute textos más o menos extensos de esta tríada de autoras: Danielle Stell, Ángeles Mastretta y Colleen McCullough.
Pero esta bibliofobia no siempre se dio: hubo un tiempo no demasiado lejano -finales del siglo XIX y principios y mediados del XX, por ejemplo- en que en España se leía cantidad: lejos parecía quedar aquella opinión de George Borrow en su famoso La Biblia en España (1842): “La demanda de obras literarias de cualquier género en España es miserablemente reducida”. Recordemos los folletones de los diarios, las publicaciones por entregas, las numerosas colecciones de cuento y novela corta…

 

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El descenso empezó a darse sobre los años 60-70: cuando irrumpió masivamente la televisión, y lo que quizás contribuyera en parte a dar la puntilla fue el hundimiento en 1986 de Editorial Bruguera. ¿No recordamos lo que hasta entonces se leía, sobre todo, el gran fenómeno de la llamada novela popular?: la del oeste, la sentimental o romántica, la policiaca…; y nombres como Tony Spring, Dan Lewis, Silver Kane, Taylor Nummy, Dan Luce, Rosa Alcázar, Edward Goodman, Eddy Thorny…, seudónimos bajo los que se ocultaban generalmente periodistas y profesionales represaliados por el Régimen que tenían prohibido ejercer su oficio y no encontraron mejor medio para subsistir, trabajando a destajo, que dedicarse a ese tipo de literatura. Pero, de estos, las vacas sagradas, los que en verdad partían la pana eran dos: Marcial Lafuente Estefanía y Corín Tellado, que, aunque también utilizaron más de media docena de seudónimos, eran más conocidos por su nombre.

¿No recordamos lo que hasta entonces se leía, sobre todo, el gran fenómeno de la llamada novela popular?

Ciertamente era una literatura de baja calidad -marginada, si acaso la pariente pobre de los manuales-, para personas poco cultivadas, pero algunos, como el palentino Eduardo de Guzmán (Edward Goodman) y Francisco González Ledesma (Silver Kane), confirmaron o acreditaron, pasado el tiempo -ya firmando con su nombre-, su excelencia; este hasta consiguió en 1984 el Premio Planeta con la novela Crónica sentimental en rojo. Eduardo de Guzmán, aparte de su impresionante trilogía Memorias de la guerra (La muerte de la esperanza, El año de la Victoria y Nosotros los asesinos), ya había escrito Aurora de sangre, sobre el asesinato de Hildegard Rodríguez Carballeira, basado en las entrevistas -publicadas en el diario La Tierra- que mantuvo con su madre en la prisión de Quiñones al poco tiempo del crimen; asunto que posteriormente trataron Almudena Grandes en su novela La madre de Frankestein y Fernando Fernán Gómez en su película Mi hija Hildegard. También el antipsiquiatra Guillermo Rendueles reconstruyó la historia clínica de la filicida en El manuscrito encontrado en Ciempozuelos.
En la relación de estos autores es imposible obviar al también superprolífico creador de la serie El Coyote: el catalán José Mallorquí.
Las ediciones y reediciones eran increíbles: treinta mil, cien mil, doscientos mil ejemplares: entre España e Hispanoamérica se vendieron millones; las editoriales Molino y Bruguera, que copaban casi totalmente el mercado, se tienen como unas de nuestras primeras multinacionales.
Este tipo de escritos fueron estudiados, entre otros, por María Cruz García de Entrerría en Literaturas marginadas (1983) y por Francisco Alemán Sainz en Las literaturas de kiosko (1975).
La primitiva Editorial Alfaguara, fundada por Camilo José Cela en 1964, tenía en su catálogo una colección -dirigida por su hermano Jorge- titulada precisamente La novela popular, contemporánea, inédita, española, pero los autores que figuraban en ella, contrastando con la escasa calidad, en general, de los aludidos en este artículo, eran todos de quilates: Francisco Ayala, Castillo-Puche, Francisco Umbral, García Pavón, Rodrigo Rubio, Manuel Andújar, Daniel Sueiro, Meliano Peraile, Alfonso Sastre, Manuel Vicent… Se llegaron a publicar en ella, hasta que en 1980 la editorial fue comprada por el Grupo Santillana, sesenta y seis títulos.

novela-estefaniaMarcial Lafuente Estefanía, toledano de 1903, era hijo de un abogado, periodista y escritor, autor de un popular en su tiempo y hoy poco conocido El romancero del Quijote (1916). Empezó a escribir en la cárcel, donde le llevó el haberse sumado, durante la Guerra Civil, al ejército republicano, en el que llegaría a ser general de Artillería. Allí comenzó, con lápiz y en rollos de papel higiénico, la que sería su primera novela: La mascota de la pradera, en la que, como en toda su producción, por exigencia de los lectores, estaban ausentes las descripciones paisajísticas y las complicaciones sicológicas.
Al salir del presidio, por su militancia, como a tantos otros ya dijimos, no le fue posible ejercer su profesión. Aunque dado lo poco exigente de su literatura se pudiera pensar que era persona de escasa formación, poco letrada, tenía el título de ingeniero de caminos, canales y puertos, que, contra lo que suele decirse -aparte de en Angola y Mozambique-, estuvo trabajando durante tres años en Estados Unidos. Allí consiguió tres cosas que le serían fundamentales para su labor posterior: un antiguo y detallado atlas del país, una completa historia de este y una guía telefónica para bautizar a sus personajes. Sabedor de que su obra era también leída en USA -donde transcurrían casi todas sus producciones, especialmente en Texas- se esforzó en ser riguroso en cuantos datos históricos, geográficos, botánicos…, sobre el país daba. Pero, aunque la mayor parte de su producción transcurre en el oeste americano, su experiencia africana también le valió para ambientar, curiosamente, seis de sus obras en el continente negro. Abría y formaba parte de la colección Congo de Bruguera junto con otros conocidos autores de la casa: Keith Luger, Clark Carrados, Silver Kane, Peter Debry… Los títulos del toledano eran así de sugerentes: Joyas sagradas, Bulane, La pitonisa, Tragedia en la selva, La hija de la magia y Contrabando de ébano.

novela-dama-recuerdoSegún los historiadores es autor de entre dos mil seiscientos y tres mil títulos y ha vendido -sobre todo en España e Hispanoamérica- la escalofriante cifra de cincuenta millones de ejemplares.
Recordemos que cada uno de sus títulos podría ser leído por decenas de personas ya que, por unos céntimos, era normal intercambiarlo por otro en los quioscos.
Su ritmo de producción era el de una novela por semana, aunque, desde 1958, sus dos hijos y un nieto, colaboraban estrechamente con él firmando con su nombre: así se explica que tras su muerte en 1984 siguieran apareciendo inéditos. Una auténtica factoría literaria, además, luego, con editorial propia: Ediciones Cíes, ubicada en El Campello (Alicante).
Editorial Almuzara, hace unos años -al igual que en la edición dominical de algún periódico- empezó a reeditar algunas de sus mejores obras.
Para elaborar sus tramas utilizaba frecuentemente como falsilla los argumentos de algunas obras teatrales de nuestro Siglo de Oro.
Aparte de novelas del oeste, de aventuras, de ciencia ficción y la media docena de temática africana que hemos citado también las escribió románticas para las que utilizó los seudónimos María Luisa Beorlegui, su esposa, y el de Cecilia de Iraluce.
Algún crítico lo bautizó como el “Rey del punto y aparte”, por la proliferación de este en sus escritos.
Como se recordará, en 1974 -diez años antes de su muerte-, Serrat hizo reverdecer su nombre al mencionarlo en la canción “Romance de Curro el Palmo”:
Buscando el olvido / se dio a la bebida, / al mus, las quinielas… / Y en horas perdidas / se leyó enterito a don Marcial Lafuente...
Al poco de salir de la cárcel fijó su residencia definitivamente en el abulense Arenas de San Pedro.

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Lampedusa https://elfarodeceuta.es/lampedusa/ Mon, 28 Jun 2021 02:00:08 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=642226 Lampedusa, hasta hace unos años, más que como topónimo de una isla italiana perteneciente al archipiélago de las Pelagias, era un nombre mundialmente conocido por ser el apellido del autor de la novela El Gatopardo (1958) -llevada al cine en la película homónima de Visconti-: Giuseppe Tomasi di Lampedusa; pero, actualmente, desde hace unas décadas, […]

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Lampedusa, hasta hace unos años, más que como topónimo de una isla italiana perteneciente al archipiélago de las Pelagias, era un nombre mundialmente conocido por ser el apellido del autor de la novela El Gatopardo (1958) -llevada al cine en la película homónima de Visconti-: Giuseppe Tomasi di Lampedusa; pero, actualmente, desde hace unas décadas, es famosa sobre todo por la cantidad de emigrantes que sin cesar afluyen a ella desde la cercana África.
Es el territorio italiano más meridional, a pocas millas de Túnez y de Libia: junto con Linosa y Lampione, la isla mayor del archipiélago, unos veinte kilómetros cuadrados, más o menos como Ceuta.
Rafael Argullol (Barcelona, 1949) publicó, en 1981, una novela con tal título: Lampedusa, una historia mediterránea.
El autor viajó a la isla a finales de los años setenta. Su proyecto era una visita relámpago, de ida y vuelta, que, debido a una huelga del personal de las navieras que cubrían el trayecto entre esta y Porto Empedocle (Sicilia), se hubo de prolongar diez días. Durante ellos, obviamente, tuvo tiempo de conocer hasta sus más recónditos rincones, y, en sus cotidianos deambulares y recaladas en las escasas tascas y bares, pudo conversar largamente con los lugareños, que, según dice, suelen utilizar un italiano singular.
Con uno de ellos, el dueño del hotel o posada donde se alojó, Martello (que aparece en la obra con su nombre auténtico), tuvo una relación especial: durante aquellas largas jornadas otoñales le relató innumerables aconteceres de su vida: sus cincuenta años dándole la vuelta al mundo como marino mercante, variados y curiosos sucesos de muy distintas épocas acaecidos en la isla, su estancia de un año en Somalia formando parte de las tropas de ocupación mussolinianas… Fruto de esa experiencia es la novela que comenzó entonces a escribir y hoy comentamos.
Lejos de utilizar la vanidosa y abstrusa jerga técnica que, por lo general, suelen gastar críticos literarios y docentes -según Vargas Llosa, su enredadas teorizaciones lingüísticas, antropológicas o psicoanalíticas solo sirven para disimular su nadería- seré sencillo.
El narrador de la obra, al igual que el autor, decide un día de otoño, desde el citado Porto Empedocle, emprender un viaje a Lampedusa: “Me sentía perplejo y curioso a un tiempo, al pensar en las nulas razones que explicaban mi viaje (…). Cabía esperar que fuera un horrible islote sin posibilidad alguna. En pleno mil novencientos setenta un nueve, solo un loco podía pensar que en el centro del Mediterráneo una belleza había escapado a las garras de los viajes organizados y a todo este saqueo de las artes y las naciones que se llama turismo”.

Durante el trayecto amista con un curioso personaje, Leonardo Carracci, filológo, que, respondiendo a una pregunta, le dice no solo conocer la isla sino que, por los motivos que le relatará posteriormente, “Lampedusa ha sido, y todavía es, el centro de su vida”. Y en una demorada analepsis o flashback, para “matar el tiempo”, el viajero le cuenta su historia, que, para el narrador, “sería la causa de que yo modificara hondamente la concepción de la existencia”.
Carracci, más que un filólogo, le dijo, se consideraba sencillamente “un griego”. Grecia era su alma, griegas las ilusiones de su vida y griego su ideal. A la semana de haber concluido su licenciatura en filología clásica -era octubre de mil novecientos treinta y siete-, desde Sicilia, decidió iniciar un viaje para conocer la esencia del Mediterráneo. Durante su estancia en esa isla conoce a una misteriosa mujer, Irene, bailarina de una compañía de teatro en gira, de la que, después de unas jornadas de tórrido amor, tiene que separarse. Quedan en volver a verse en Lampedusa, a donde Carracci le había dicho que tenía intención de dirigirse para visitar a una antigua aya: “Ahora Lampedusa -le confiesa- dejaba de ser un desvío sentimental para convertirse en una meta necesaria”.
Tras un año de espera en la isla pelagia, Irene, nunca llegó, pero Carracci relata minuciosamente cómo fueron aquellos lentos meses lampedusianos: su vida cotidiana, su enfermedad, su nuevo amor y matrimonio con Claretta, la joven sobrina de Marcella, su anciana aya, su partida de la isla movilizado como soldado y con destino en Somalia y Abisinia, sus días en Addis Abeba y su internamiento en un campo de prisioneros en el mar Rojo durante cuatro años hasta el fin de la guerra y, finalmente, su fugaz regreso a Lampedusa y noticia de la muerte de su esposa durante un bombardeo.
Al partir dice que llegó a la isla “bajo el influjo de la adolescencia y partía de ella entrado en la madurez: entre ambas mi juventud había ardido en las grandes hogueras humanas de la violencia y de la pasión (…). Las fuentes de la locura habían brotado a mi alrededor, los cuadrúpedos del crimen me habían ofrecido sus incitantes grupas, las delicuescentes fragores de la posesión se habían incrustado hasta la asfixia en mi garganta. La mayor plenitud, lo mismo que el mayor exterminio, había estado a mi alcance de igual modo que me había dado contemplar tanto esencia divina como la esencia tiránica y animalesca de los hombres (…). Había terminado la guerra, más la sociedad y la patria me eran ajenos; había terminado mi reclusión, mas el mundo de los humanos me era ajeno”.
Esos treinta años habían sido para él “Grecia, los dioses, los héroes, el mito, el arte, han sido los ladrillos con los que he construido mi muralla, mi mundo alejado, escéptico, distante… Las sensaciones antiguas, suavemente dolorosas, me han defendido del estrépito de las nuevas sensaciones, y las esperanzas que un día se alojaron para siempre en mi pecho me han librado de la obstinada búsqueda de esperanzas a la que los hombres son tan fútil, tan sangrienta, tan estérilmente dados”.
El narrador continúa el relato -terminado el flashback- con la nueva vuelta de Carracci a la isla en su compañía y su trágico final.

Entre las historias que, al igual que a Argullol, le relataron a Carracci los paisanos una se parece mucho a las que tienen lugar allí en los tiempos actuales: la de un buque dálmata condenado por la peste que, implorando la licencia de desembarco, estuvo dando vueltas a la isla “hasta que, rechazado siempre, y a veces cañoneado por la guarnición militar, se fue convirtiendo en un infierno flotante que, en circunvalación constante alrededor de sus salvación, se iba entregando al implacable exterminio del hambre, la sed y la enajenación”.
La visión de la isla va desde la derrotista que, durante el primer viaje, da a Leonardo Carracci el capitán del barco: “Un pedazo de desierto en medio del mar. Allá solo encontrará cactus, pobreza y hombres que odian a todo lo que les viene de fuera. Con razón aquello fue tantos siglos un refugio de corsarios y berberiscos. Y ahora, dicen, será un campo de prisioneros. Pese a que hace años que hacemos escala en la isla ninguno de nosotros, ni mis hombres ni yo, bajamos a tierra. Una barcaza se nos acerca, recoge las mercancías y los pasajeros y, luego, nos marchamos lo más pronto posible. Entre muchos marineros se la considera con supersticiosa reserva, pero yo creo, por lo que he podido divisar desde la cubierta, que es simplemente una isla condenada a la tristeza y a la miseria”.
Y, ya en tierra, la confirmación de esta miseria por Carracci: “La penuria de los habitantes de la isla era total. No tenían electricidad (no la hubo hasta 1951) y la escasísima agua, siempre salobre, debía ser extraída trabajosamente de pozos muy profundos. La superficie era tan yerma que la agricultura era inexistente si exceptuamos algunos polvorientos viñedos y algún maltrecho huerto. Monstruoso engendro del desierto y el mar, a primera vista Lampedusa parecía un grupo escultórico en el que desordenadamente se retorcían criaturas calcáreas y erosionadas”.
Cuando Argullol estuvo allí, aunque ya sí había electricidad, era gracias a un generador que dejaba de funcionar a las nueve de la noche; a partir de esa hora solo era posible alumbrarse con lámparas de gas.
Pero, finalmente, por parte del personaje, aparece una sentida visión exaltadora de aquella geografía: “Tal vez alguien diga que esto es un suelo yermo, sin vida. ¡Nada tan falso! La condición desnuda de la vida no se recubre de follaje exuberante ni de prados lujuriosos, sino que retiene la mirada hacia sus raíces interiores, hurga en las profundidades de su materia y bebe de su propia sequedad. Acaso se afirmará: es difícil descubrir la belleza en este pedazo de roca. ¡Nada tan mezquino! La belleza se halla aquí en forma superior, incorpórea, ajena a la materialidad, inaprehensible a nuestros acomodaticios sentidos. Pues es la belleza esencial, aquella que perpetuamente se crea desde la semilla de la devastación”.
La novela, como dije, fue publicada en 1981 por Montesinos Editor, en Barcelona; aunque en la solapa figure como la primera novela del autor, no es cierto: es la segunda. A este inexplicable error han de sumarse las numerosas erratas, la omisión de tildes en los interrogativos y alguna que otra falta de ortografía como movilización con be.
Y achacable al autor, entiendo, un incorrecto e incomprensible en un filólogo: “…como si algunos espíritus andaran sueltos”. Imagino que en las posteriores ediciones y en las de las editoriales Destino (colección Destinolibro) y Acantilado se habrán subsanado estos errores.
Aunque conocido el autor, sobre todo, por sus artículos en El País, tropecé con esta novela, casualmente, en uno de esos heterogéneos rimeros de libros saldados, que, periódicamente suelen poner las grandes superficies, y donde, por cierto, muchas veces gozosamente me he topado -lo que da idea de mis particulares gustos como lector- con títulos de bastantes de mis autores favoritos: Carlos Rojas, Cunqueiro, Joan Perucho, José Ingenieros, Pedro de Lorenzo… Fue un gran hallazgo.
Escenario singular, personajes -excepto Carracci y el narrador- elementales, terruñeros y prosa de quilates: la obra merece, al menos, una relectura; yo, al cabo de casi veinte años, con gran fruición, acabo de volver a ella.

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El caballero audaz: un libro antibalas (2) https://elfarodeceuta.es/caballero-audaz-un-libro-antibalas-2/ Tue, 05 Nov 2019 03:09:11 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=459546 Como Baroja le dijo en su entrevista al referirse a Galdós, el Caballero Audaz tenía una “pasión semítica” por el dinero: en sus entrevistas -hechas siguiendo una cómoda plantilla- había unas preguntas que nunca faltaban: “¿Qué capital ha reunido usted con la literatura?” (a Blasco Ibáñez), “¿Ha ganado usted mucho dinero con su arte, maestro?” […]

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Como Baroja le dijo en su entrevista al referirse a Galdós, el Caballero Audaz tenía una “pasión semítica” por el dinero: en sus entrevistas -hechas siguiendo una cómoda plantilla- había unas preguntas que nunca faltaban:
“¿Qué capital ha reunido usted con la literatura?” (a Blasco Ibáñez), “¿Ha ganado usted mucho dinero con su arte, maestro?” (a Albéniz), “¿Cuánto dinero le lleva producido el teatro?” (a Benavente), “¿Y tiene usted fortuna?” (al cantaor Antonio Chacón), “¿Cuántos millones habrá ganado?” (al apoderado José González, Camará, sobre Manolete), “¿Cuánto ganaba usted?” (a Pablo Iglesias), “¿Cuánto le produce al año la literatura?” (a Felipe Trigo), “¿Ha ganado mucho con sus poesías?” (a Rubén Darío)… Todo lo reducía, pues, a metálico.


Curiosamente, según declaró alguna vez, Carretero no tomaba notas durante las entrevistas: “No me hace falta; yo sé oír y conservar perfectamente aislado y clasificado todo lo que he oído, hasta que lo llevo a las cuartillas”. El motivo fundamental era que “con unas cuartillas y un lápiz en las manos nunca se puede infundir confianza en el interrogado, y esta debe ser la primera preocupación del periodista”. Pese a todo aseguraba que nunca había recibido ninguna solicitud de rectificación por parte del entrevistado.
Ese “matonismo insatisfecho” que destaca De Nora como uno de sus rasgos está basado en su vida turbulenta, camorrista, sobre todo a partir de su abandono de la ideología liberal: se batió en duelo con pistola o espada, a consecuencia de chantajes o injurias vertidas desde el periódico por compañeros de empresa o escritores, doce veces; en varios de ellos, según dice en la entrevista que le hizo al “glorioso mutilado” Millán Astray, su padrino fue el padre de este.
Con todo, después de la polémica sostenida con Luis Araquistáin -de la que da cuenta Luis Buñuel en sus memorias: Mi último suspiro-, que empezó en disputa literaria y acabó en riña a puñetazos, la más sonada fue la que sostuvo con Vicente Blasco Ibáñez: reprochó a este su panfleto contra Alfonso XIII, Alfonso XIII desenmascarado. Una nación amordazada. La dictadura militar de España, al que le contestó el montillano con el libelo El novelista que vendió a su patria o Tartarín revolucionario, con una tirada sorprendente: ¡un millón de ejemplares numerados!; el que manejó López Hidalgo para su trabajo, según dice, es el novecientos setenta mil.


Pese a que años antes le había concedido una cordial entrevista, Carretero dice en el citado libelo sobre el novelista valenciano: “Tu prosa, amazacotada, es peor todavía que la de este folleto, escrito febrilmente y tremando de indignación. Yo creo que si los Estados Unidos ganaron a España la guerra de 1898, nuestra revancha, hoy, está en la invasión de tus novelas en Norteamérica”.
Su antiguo amigo, el también famoso novelista erótico y editor, Artemio Precioso y Rafael Cansinos-Assens dejaron caer, sin pruebas, que Carretero tenía un negro: Julián Fernández Piñero, redactor de la revista Nuevo Mundo cuando la dirigía aquel, que utilizaba en sus crónicas, artículos y novelas el seudónimo Juan Ferragut; la más famosa de estas fue Memorias de un legionario, en la que Piñero -sin haberlas pisado ni jamás haber vestido un uniforme militar- fingió haber sido un heroico combatiente en tierras africanas.
Varias de las novelas de Carretero, algunas con gran éxito, fueron llevadas al cine, como La sin ventura (Vida de una pecadora irredenta), dirigida por Benito Perojo, en 1923; esta obra, en 1921, el mismo de su publicación, ya fue adaptada al teatro. La tercera de sus narraciones llevada al celuloide fue La Venenosa, protagonizada por Raquel Meller. De estas obras se hicieron dos adaptaciones más.
Y es precisamente una de estas novelas, La sin ventura, el origen del presente artículo: en Nuevo Mundo, el 18 de octubre de 1921, apareció una curiosísima noticia: “El libro que salvó la vida a un soldado”. Informaba de que un tal Antonio Lezama, corresponsal de guerra del periódico El Liberal, había regresado a Madrid y traía desde Melilla un “honrosísimo encargo” para Carretero, director de aquel. Y añadía que, después del combate de Tizza, un cabo del Regimiento de Gravelinas le entregó a Lezama un ejemplar de aquella obra para que se la entregara a su autor: “Durante aquel combate, cayó herido dicho cabo, el cual resultó milagrosamente lesionado de levedad, porque la bala, penetrando en la mochila, atravesó el ejemplar de La sin ventura que el valiente soldado llevaba para entretener sus ocios de campaña, y, debilitando su fuerza el proyectil al calor de las páginas del volumen, solo le produjo una contusión sin importancia”.
He aquí el libro antibalas.
Carretero murió en 1951, doce años después de acabada nuestra guerra, que pasó en Madrid camuflado como pudo para no ser capturado por los milicianos que afanosamente lo buscaban para darle el paseo: varios amigos suyos murieron en las checas, su piso le fue confiscado y un sobrino -al que confundieron con él: medían ambos dos metros- también murió tiroteado por aquellos. Un periódico anarquista llegó a dar como cierta la muerte del autor.
En una entrevista concedida años después, la periodista describe con todo detalle el despacho del escritor, donde, junto a una de las estanterías, repletas de libros, advierte una gruesa cuerda, a cuyo lado, sobre la pared tenía escrita esta palabra: Salvación. Al ser preguntado por la entrevistadora sobre ello le responde: “Es toda una historia. Cuando nuestra guerra, yo me escondí en un quinto piso; los rojos vinieron a hacerme una visita de cortesía de aquellas que ellos usaban, y esta soga americana me sirvió para atarla a la ventana de la cocina, descolgarme por ella y esperar… Se me llevaron casi todo, me rompieron lo que les vino en gana; pero yo me salvé”.
Entre libros, alhajas y una colección de fotografías íntimas de Alfonso XIII dedicadas, dijo que le sustrajeron un millón de pesetas, lo que confirma lo boyante de su economía por las masivas ventas de sus libros.
Ramón Gómez de la Serna, en sus Retratos contemporáneos, en el dedicado a Emilio Carrere -motejado como el Rey del refrito o autoplagio- cuenta cómo durante la guerra civil también corrió la noticia que este había sido fusilado, y después de que se había refugiado en un manicomio. Y concluye así Ramón: “Ahora se cuenta otra verdad de lo que sucedió durante los años homicidas, que estuvo en el mismo cementerio que el escritor José María Carretero, y tan bien guardado los tenía el enterrador, tan en herméticos y distintos panteones, que durante sus tres años de panteonizados no supieron que estaban cerca para evitar la conversación literaria y divagatoria que pudo haberles perdido”.
Todos estos episodios los empezó a relatar, nada más concluida la guerra civil, en la serie La revolución de los patib ularios (seis tomos), que pueden considerarse sus memorias: según quienes las han conseguido leer, un testimonio estremecedor -todo lo partidista que se quiera- sobre la vida cotidiana en la capital del país durante aquellos tremebundos años. Carretero dice en ellos no presumir de historiador: “todo lo más aspiro a ser lo que siempre fui, escritor y periodista. Deseo hacer un reportaje lo más completo posible del Madrid de la guerra, que puede servir de documento para los más graves e imparciales historiadores de mañana”.
Si, aunque como dice Torrente Ballester en el prólogo a una antología de entrevistas preparada por otro de los estudiosos del autor, el recuerdo de Carretero “nos hace volver la cara” -los libros, durante la guerra civil, dicho sea de paso, como es sabido, fueron utilizados como parapeto en la Ciudad Universitaria- ya tan solo por haber evitado la muerte de aquel cabo lector, entiendo, la vida y la obra de José María Carretero, el Caballero Audaz, estaría más que justificada.

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El caballero audaz: un libro antibalas (1) https://elfarodeceuta.es/caballero-audaz-libro-antibalas/ Sun, 03 Nov 2019 02:59:01 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=459124 De padres malagueños, José María Carretero, el Caballero Audaz, nació en Montilla (Córdoba) en 1887. Fue uno de los periodistas y escritores españoles más famosos del principio del pasado siglo; las tiradas de sus libros, algunas millonarias, provocaban la envidia de sus colegas menos exitosos hasta el punto de que, según declaró a Enrique Gómez […]

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De padres malagueños, José María Carretero, el Caballero Audaz, nació en Montilla (Córdoba) en 1887. Fue uno de los periodistas y escritores españoles más famosos del principio del pasado siglo; las tiradas de sus libros, algunas millonarias, provocaban la envidia de sus colegas menos exitosos hasta el punto de que, según declaró a Enrique Gómez Carrillo, pensó no dejar imprimir el número de edición en las cubiertas de aquellos. Según la revista La Esfera, de 26 de mayo de 1923, de tan solo cinco de sus obras ya se habían vendido dos millones de ejemplares: El literato español de más éxito; según Luis Antón del Olmet, superaba en ventas al mismísimo Vicente Blasco Ibáñez.
Muchos de sus títulos pueden aún encontrarse fácilmente en librerías de viejo. Hasta no hace muchos años -de aquellas ediciones- era raro el hogar donde no hubiera algún título: recuerdo haber visto varios de ellos -junto a hoy codiciadas primeras ediciones de Clarín, Pereda o la Pardo Bazán-, heredados de su abuelo, impenitente lector, en la casa de un amigo.
Aunque a principios de los años setenta las editoriales Tesoro (en la popular colección Jirafa) y Cunillera reeditaron algunas de sus obras, Carretero, en la actualidad, está totalmente olvidado.
Según Antonio Cruz Casado, uno de los más conocidos estudiosos de su obra -refiréndose tan solo a la creativa-, comprende esta tres fases: novela rosa, novela erótica y novela tendenciosa.
La más interesante, para Cruz, es la segunda, donde se advierte un proceso de “intensificación de elementos sexuales”. Es la que le supuso mayor éxito económico y “reconocimiento por parte de los intelectuales y público en general”.
La etapa final se inició, según Cruz Casado, hacia 1929: supone “una radicalización de la actitud política de Carretero, ya bastante conservadora bajo la Dictadura de Primo de Rivera, al servicio del cual escribe panfletos.”
Su reaccionarismo se intensifica a raíz de la guerra civil y desde entonces defiende abiertamente la política franquista; por ello, modera los subidos lances eróticos tan abundantes en sus novelas precedentes para escribir narraciones, como dice Antonio Iglesias Laguna en Treinta años de novela española, en las que “los buenos son impepinablemente de derechas y los malos indefendiblemente de izquierdas”.


Eugenio de Nora, en su fundamental La novela española contemporánea, dice al referirse al autor que “(…) combina en proporciones variables la pornografía también grosera y el folletón sentimental o espectacular, muy en la línea de algunos de los peores libros de los “novelistas eróticos” típicos -Haro, Mata, Insúa-, pero a un nivel estética y moralmente inferior”; pero, según otro estudioso de la obra del montillano, José María Gutiérrez, Carretero no puede ser encuadrado entre los escritores “eróticos y galantes” como los denomina aquel ya que combinó lo pornográfico, lo erótico, lo costumbrista, lo sentimental y lo truculento: “La impresión general es que se trata de un novelista de folletón rosa, muy, muy subido de tono, que no domina los recursos novelísticos porque frecuentemente la trama toma giros imprevistos y adopta caminos y situaciones inverosímiles”.
Umbral, más de acuerdo con De Nora, en sus Las palabras de la tribu, al hablar del autor, junto Zamacois, Hoyos y Vinent, Luis Antón del Olmet, Vidal y Planas, Pedro Luis de Gálvez, Felipe Trigo y otros, lo incluye en una generación que denomina Los pornos. Algunos historiadores literarios lo suelen encuadrar en el grupo conocido como Los Trece.
Según De Nora: “(…) la chabacanería de la prosa llega a extremos casi inconcebibles, desnudando además una sensibilidad en la que, como rasgos sobresalientes, destacan el matonismo autosatisfecho y la cursilería pretenciosa; todo ello servido en tramas argumentales que pasan de lo absolutamente vulgar a lo inverosímil y caricaturesco, sin rastro de verdadero poder inventivo”.
Otro de los grandes carreterianos, Lily Litvak, sorprendentemente, afirma que sus novelas, “después de tanta popularidad, han sido hoy injustamente olvidadas”.
Antonio López Hidalgo, en su magnífica tesis doctoral de Las entrevistas periodísticas de José María Carretero, atribuye este olvido a sus veleidades ideológicas: liberal en sus juventud, monárquico convencido en su madurez y finalmente, como dijimos, decidido partidario del llamado Alzamiento Nacional: “Esta evolución y posicionamiento político le granjeó no pocos enemigos y es quizás una de las razones que lo ha empujado al olvido, pese a que fuera uno de los escritores más populares y que más libros vendía en España en la primera mitad del siglo XX”.
El testimonio de Galdós, al que consideraba su mentor o padrino literario, no es fiable: “No creo que entre los jóvenes que triunfan haya otro escritor que aventaje al Caballero Audaz en amenidad, interés, elegancia y soltura. Su prosa parece embrujada para cautivarnos”.Aparte de su producción novelística gran volumen de su fama fue igualmente debida a los cientos de entrevistas que publicó y de las que fue en nuestro país uno de los pioneros del género. La tesis de López Hidalgo, como reza en su título, está dedicada al estudio de estas.
Umbral dice en la obra citada que Carretero “hacía novelas muy malas y entrevistas bastante buenas”; aunque no todos fueron de la misma opinión: en un sangrante libelo aparecido en los años de gloria del autor se decía: “Las interviús que lo popularizaron y que en el colmo de la imbecilidad ha recopilado y editado, como si fuera una obra maestra del siglo, no son hijas de un genio, ni siquiera de un mediocre observador. Son preguntas estúpidas y horras de todo matiz original e interesante y respuestas que ordinariamente se ajustan a las preguntas y cuando no es así, tampoco deben el ingenio o interés que revelan al interviuvador, sino al interviuvado”.


Eran lo que, según José Luis Martínez Albertos, se conocen como entrevistas de creación: un género narrativo de gran extensión, con abundante acompañamiento fotográfico, que se proyecta sobre la vida del entrevistado. En su elaboración se utilizan, alternativamente, la narración y el diálogo.
Hizo, como hemos dicho, cientos de ellas -casi siempre acompañado por alguno de los entonces famosísimos fotógrafos Campúa, Alfonso o Calvache, que dejaban testimonio gráfico de aquellas- a los más populares personajes de la época, sobre todo españoles, que recogió posteriormente en Lo que sé por mí (Confesiones del siglo), en diez tomos, Galería, en cuatro, y El libro de los toreros, reeditado en 1998 por la editorial Biblioteca Nueva.
Entre los extranjeros entrevistados destacan: Hitler, Marconi, Mussolini, Titta Ruffo, Rubinstein, Pétain, Aristide Briand, Isadora Duncan, el conde Ciano… Algunas de estas conversaciones, como la mantenida con León Trostki, no llegaron en su día a ser publicadas en revistas, sino que aparecieron -transcurridos muchos años- en alguna de estas recopilaciones. Los investigadores sobre la obra del autor se han preguntado el motivo y hasta han llegado a pensar si estos encuentros tuvieron lugar en realidad -al no existir de ellos pruebas gráficas- o fueron inventados, como a lo largo de la historia del periodismo han llegado a hacer muchos entrevistadores. Pero, en todo caso, las descripciones de los personajes, de los escenarios y circunstancias en que tuvieron lugar “parecen ser tan reales -dice López Hidalgo- y los detalles tan minuciosos que cuesta pensar que todo sea producto de la imaginación”.
En estas recopilaciones, sobre todo en las entrevistas recogidas en Galería, republicadas ya en pleno franquismo (1943-48) -algunas, muchos lustros después-, se rematan con un estrambote o nota final: a los no afectos al Régimen les echaba en cara su conducta errada, como, por ejemplo, hace a Margarita Xirgu y a Ramón Pérez de Ayala; por el contrario, a los afectos, civiles y militares -Torcuato Luca de Tena, Millán Astray…-, les daba jabón, lisonjeaba servilmente.
A la de Margarita Xirgu, por ejemplo, le añade:
“Empresaria y directora, llevó a su teatro aires de descontento y de bandería proselitista. Se erigió en musa de los amargados, de los intelectuales arribistas, que por su esnobismo y por ambición renegaban de su Patria y sembraban en ella gérmenes de descomposición. Se dejó arrastrar por el alud republicano y, sintiéndose catalana antes que española, rindió homenaje a Maciá, el vesánico separatista”.
“Y cuando el funesto tiranuelo Azaña detentaba el Poder, la Xirgu, por adular la megalomanía del déspota, le estrenó La Corona, un drama más que mediocre, que no hubiera ascendido jamás a la escena del Teatro Español, de Madrid, si su autor no hubiera sido Presidente del Consejo de Ministros”.
Y la remata:
“Margarita Xirgu expía en el destierro el no haber sabido amar a su Patria en toda su integridad gloriosa e indiscutible”.
A Ramón Pérez de Ayala, pese a que este había reseñado en La Esfera muy elogiosamente su novela La bien pagada, lo apuntilla así:
“(…) fue una de las cabezas más visibles de aquella hidra ávida, descontenta y rencorosa que trajo a España la República”.
“¿Por qué Pérez de Ayala, tan pulcro, tan clásico, tan enraizado por su arte a la más pura tradición española, se enroló en la chusma de aventureros ambiciosos, incultos y bárbaros, enemigos de todo lo que significaba aristocracia espiritual, que fue la República?
No lo sé. No lo he podido averiguar. Con todos los respetos a su jerarquía intelectual, creo que con las nostalgias de la expatriación Pérez de Ayala paga justamente sus pecados de no sabemos qué: si de impaciencia de vanidad o de ambición.”

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Tiempo de gorrinos https://elfarodeceuta.es/tiempo-gorrinos/ https://elfarodeceuta.es/tiempo-gorrinos/#comments Fri, 14 Jun 2019 04:22:35 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=412328 La literatura de viajes, aquella en la que el autor recorre a pie un territorio, transcribe los diálogos mantenidos con los paisanos que se encuentra, describe el paisaje y nos da sus impresiones, es un género actualmente no muy cultivado; aunque, de un tiempo a esta parte, tal vez debido al interés suscitado por el […]

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La literatura de viajes, aquella en la que el autor recorre a pie un territorio, transcribe los diálogos mantenidos con los paisanos que se encuentra, describe el paisaje y nos da sus impresiones, es un género actualmente no muy cultivado; aunque, de un tiempo a esta parte, tal vez debido al interés suscitado por el mundo rural, parece ser que ha vuelto a resurgir. Entre los últimos títulos de esta literatura viajera -dejo aparte la exitosa La España vacía, de Sergio del Molino, y Expaña, de Daniel Pinilla, ya que solo considero en este artículo los llamados por Ortega “libros de andar y ver”, o sea, aquellos en los que el autor hace todo o la mayor parte del recorrido andando- pueden contarse: El río del olvido, de Julio Llamazares; En el país de los cucutes, de Javier Arruga; Mesta 95. Diario de un viaje trashumante, de Eduardo Saiz Alonso; El Ebro. Viaje por el camino del agua, de Pedro Cases, etcétera, etcétera.
Con todo, la obra canónica de este tipo de escritos -al menos en nuestra literatura de posguerra- es, sin lugar a dudas, Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela. Como epígonos de esta, cabría citar -algunos de ellos también notables- buena cantidad de títulos: Donde las Hurdes se llaman Cabrera, de Ramón Carnicer; Campos de Níjar, de Juan Goytisolo; Orillas del Órbigo, de Antonio Colinas; Viaje por la sierra de Ayllón, de Jorge Ferrer-Vidal; Viaje al Rincón de Ademuz, de Candel; Valle de Alcudia, de Vicente Romano y Fernando Sanz, y, sobre todo, el que considero uno de los más excepcionales: Salida con Juan Ruiz a probar la sierra (retitulado a partir de la segunda edición: Por la ruta serrana del Arcipreste), de Rubén Caba.
Viaje a la Alcarria, con quince años, fue el primer libro que compré, en la mítica librería Luque, de la calle Gondomar, de Córdoba. Había leído por entonces El extranjero, de Camus, y me sorprendió que también en la obra de Cela “casi no pasara nada”, o sea, que no tuviera una trama trepidante y un desenlace rotundo y sorprendente como lo tenían las primeras obras con las que me aficioné a leer: Cumbres borrascosas, Los miserables, Nuestra Señora de París…
Años después, a raíz de conocer el Primer viaje andaluz, me atreví a escribir a Cela para proponerle que se animara a hacer un periplo por mi comarca, los Pedroches, que bien podría formar parte de un segundo viaje meridional o como obra de recorrido independiente: Me imaginaba la soberbia descripción que hubiera hecho el gallego de su entrada en Pedroche por el camino de Villanueva de Córdoba -entonces no existía la carretera-, que yo, a pie o en bicicleta, cuando recogía material para mi Vocabulario de los Pedroches, tantas veces recorrí: La panorámica del pueblo -villa matriz de la comarca-, rematado por su singular torre renacentista y recostado en un alcor, es impresionante.

Camilo, que, como todo artista que se precie, cuidaba a la “afisión”, amablemente, me contestó a los pocos días diciendo que le faltaba tiempo para ello; posteriormente, en algunas entrevistas aparecidas en diferentes medios, aludiendo a mi propuesta o a otras similares, alegó que ya, para emprender viajes a pie, le sobraban unos cuantos años y algunas arrobas. Después seguimos intercambiando durante un tiempo -el futuro nobel estaba en su plenitud profesional- algunas cartas y felicitaciones, manuscritas, por Navidad.
A propósito del Viaje a la Alcarria (1948): patrocinado por Cambio 16, en 1985, Camilo emprendió un segundo viaje a esta comarca, que publicó al año siguiente: Nuevo viaje a la Alcarria. Lo hizo en esta ocasión no a pie, como es de suponer, sino en un Rolls-Royce conducido por una choferesa negra norteamericana -“de buen ver y mejor palpar” dijo con su acostumbrado cachondeo- a la que bautizó como Oteliña.
Durante su recorrido pudo constatar que la mayoría de las personas con las que se topó durante el viaje anterior: “los viejos amigos” -habían transcurrido ya casi cuarenta años-, estaban ya en el otro mundo.
El viaje -que tuvo episodios chuscos, como el percance provocado en las Tetas de Viana cuando subió en el globo aerostático de Jesús González Green- fue apareciendo en la revista, por capítulos, antes de publicarse en libro.
A pesar de la puñalada trapera asestada años después por la revista Fuerza Nueva: un documento de 1938 -el autor contaba entonces 21 años- en el que se probaba su adhesión a la sublevación militar al ofrecer al Comisario General de Investigación y Vigilancia sus servicios en Madrid para “(…) prestar datos sobre conductas y personas (…)”, ya que “(…) cree conocer la actuación de determinados individuos (…)”, posteriormente reproducido en El Alcázar (1979) y vuelto a divulgar, entre otros, por Andrés Trapiello en Las armas y las letras (1994), siempre admiré a Cela. En los plúteos de mi biblioteca sus libros y los más variados estudios sobre su vida y obra -como ocurre con el olvidado Azorín- ocupan casi un metro.
También, por otra parte, a mediados de los noventa, junto con Pedro J. Ramírez, Luis María Anson, Julián Lago, Antonio Herrero, Raúl del Pozo, Jiménez Losantos, Martín Prieto, José María García, Antonio Burgos y algunos más, fue la proa simbólica de la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI) -bautizada por Juan Luis Cebrián como el Sindicato del Crimen-, denunciada por José Luis de Villalonga en un polémico artículo aparecido en La Vanguardia como “una conspiración política, financiera y mediática de muy alto calado, consistente en una campaña de intoxicación informativa”. Su objetivo: desalojar a cualquier precio a Felipe González de la Presidencia del Gobierno.
Desde el diario El Mundo, sobre todo, y las numerosas tertulias radiofónicas de aquellos años en las que intervenían los asociados, diariamente, sin desmayo, no cesaron de cañonear contra el entonces inquilino de la Moncloa. Conseguido el objetivo, hasta que en futuras elecciones generales volvió a ganar la izquierda, se tranquilizaron.
Posteriormente Anson, en una entrevista concedida a Tiempo, reconoció los hechos y dio detalles: “Había que terminar con Felipe González (…). Al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se rozó la estabilidad del propio Estado”.
Y prosiguiendo con la carta: de haber aceptado el de Iria Flavia mi propuesta y poder hacerla en los tiempos actuales, al menos en el trayecto Villanueva de Córdoba-Pedroche por la carretera o camino rural actual, asfaltado -el antiguo terrizo, como dije, ya no existe-, ante la visión de las cunetas seguro que se hubiera dado la vuelta de inmediato o sufrido un letal patatús: la basura que las invade es algo deprimente: botellas de plástico y cristal, paquetes de tabaco, latas de refrescos, tónica y cerveza, tetrabriks de zumos y batidos, folletos de supermercados, ruedas de automóviles, servilletas de papel, tambores de detergente, sillones de plástico, aljezones, envoltorios de chicles, caramelos, bombones helado, donuts y galletas, sacos de pienso de rafia o de papel, bolsas de pipas, palomitas y anillos de maíz, envases de anticongelante y herbicidas, cubos de pintura, barquetas, vasos y bandejas de poliestireno o plástico, bolsas llenas de basura reventadas…
He vuelto a hacer este recorrido, a pie, con frecuencia, desde hace varios años, y, en lo posible, procuro no dirigir la vista a las cunetas; antes, en el camino viejo -que en algunos tramos se conserva: a partir del arroyo del Membrillo, oculto a veces entre retamas y gayombas, parecía en ocasiones una trocha-, lo más que muy dispersamente se encontraban, entre espejeantes culotes de cartuchos, eran cajetillas de tabaco y alguna que otra lata de sardinas en conserva dejada por taladores, piconeros, cazadores, paereros o excursionistas descuidados. A veces, sobre las alambradas o pendiendo de alguna encina, podían verse, durante meses y meses, corrompidos zorros y garduñas a los que había dado muerte algún pastor; prendidos en las púas bajas de aquellas quedaban blancas vedijillas de ovejas y corderos. Con bastante frecuencia, laminados por las ruedas de un tractor, todoterreno o moto, no era raro toparse en el centro del sendero, como una pinchuda plasta, algún erizo. Las tortugas, que se solazaban en las orillas de los arroyos, a mi paso, sorda y espaciadamente, una tras otra, se dejaban caer al agua.
El pasado verano discurrió por este trayecto la 73ª Vuelta Ciclista a España en su 8ª etapa: Linares-Almadén. La actitud incívica de los corredores -ya vista directamente ya en las retransmisiones televisivas- es irritante y de sobra conocida: constantemente están arrojando a las cunetas los envoltorios de sus barritas energéticas, geles y esos botes de bebida que en su jerga denominan bidones. El mal ejemplo que, sobre todo, constituyen para los niños es patente.
Debido a las protestas -no sé en qué medida impulsado por los organizadores-, en los últimos años, al fin, se cuenta con un equipo y grupos de voluntarios medioambientales (“pelotones verdes”) encargados de recoger los residuos dejados tras su paso. De no ser así, no creo que los grupos ecologistas, más o menos radicales, de los lugares por donde pasara la carrera hubieran tardado mucho en boicotearla, por ejemplo -no quiero dar ideas-, regando de tachuelas o esparciendo abrojos por la calzada: de seguir como antes, los posibles beneficios publicitarios obtenidos por la zona recorrida tal vez no compensaran.
Los recogedores parecieron actuar eficazmente: la basura vertida por los ciclistas, además, es fácilmente identificable, y de ella -al menos a los tres meses de sus paso-, en las cunetas, constaté que apenas quedaba nada: solo algún envoltorio de esas barritas alimenticias o latas de bebidas isotónicas; pero, aunque imagino que esas brigadas también debieron de recoger, si no totalmente, buena parte de los residuos ya existentes, al haber seguido automovilistas y paseantes maleducados arrojando inmundicia a las cunetas, estas volvieron a colmarse: latas de refrescos y cerveza, servilletas de papel, paquetes de tabaco… Por otra parte, alguno de los desechos arrojados por los corredores -sobre todo las bolsas con el anagrama de los equipos y los llamados bidones- suelen ser recogidos, como recuerdo, por el público.
Con frecuencia, varias veces al año suelo hacer también a pie el recorrido Huertas del Río-Archidona: el espectáculo es igual de avergonzante: los chanchos parecen ser especie bien asentada en el país; aparte de las consabidas latas y botellas, es sorprendente la cantidad de cajetillas de tabaco -los efectos disuasorios de las escalofriantes fotos que las ilustran parecen resultar nulos- de las más diversas marcas; y en los apartaderos e hijuelas aledañas, algún circular despojo del amor y engurruñidas servilletas de papel arrojados por motorizados amantes juveniles.
Hace años formaba parte del currículo educativo una asignatura denominada Educación para la ciudadanía. Entre sus contenidos, por descontado, figuraba el asunto del medioambiente para concienciar a los alumnos sobre los graves problemas que en la actualidad amenazan a este y actuaran en consecuencia, pero, como es conocido, debido a unos políticos irresponsables, la asignatura fue suprimida sin más de los programas: de haber seguido impartiéndose, si no disminuido, al menos el número de merdellones o marranos a que en este artículo aludimos probablemente no hubiera aumentado.
El problema creado por los residuos o por su mala gestión -sin que esto de ninguna manera nos pueda servir como consuelo- es universal, y, aunque en los últimos años se haya incrementado, nada nuevo. Por ejemplo, en el libro de Mempo Giardinelli que acabo de releer: Final de novela en Patagonia, este hace notar la enorme suciedad que invade toda la región: Al llegar a Río Gallegos, capital de la provincia de Santa Cruz, por ejemplo, dice: “(…) es como entrar en un enorme basural. Aunque a un lado están las instalaciones militares y el aeropuerto, más o menos impolutos, del otro lado reina la suciedad más ostensible. Es una constante patagónica”.
Este problema de los residuos, desde hace tiempo -como vienen denunciando los expertos y las más variadas organizaciones ecologistas- es alarmante y, como hemos dicho, mundial. Y, como es sabido, afecta ya no solo a la tierra sino -últimamente, aparte de los vertidos de las más diversas procedencias y tipos, debido sobre todo a los plásticos- al mar. Daniel Sueiro, a mediados de los setenta, publicó un inquietante relato sobre el tema: “El día en que subió y subió la marea”, en el que el mar decide devolver a los humanos todos los desperdicios que ellos habían ido arrojando a sus aguas. Terminaba así:
“Olas rojizas de más de veinte metros de altura fueron arrojando a tierra, durante toda la tarde, montañas de oscura espuma, cementerios de plástico, masas informes de viscoso petróleo, peces de grandes ojos muertos, minas sin estallar, verdes y mohosos cadáveres de suicidas, de agarrotados miembros y cabellos de líquenes.
No cesó la marea hasta el anochecer, cuando el mar pareció quedar limpio. Sin haberse cobrado en tal ocasión una sola vida, las aguas se calmaron y fueron retirándose paulatina, calladamente.
Con la bajamar, a la madrugada, las gentes pudieron contemplar con un nudo en la garganta, su propia obra de destrucción”.
Henry Miller, por otra parte, algunos años antes, también publicó un artículo de llamativo título: “La civilización de la basura”, que perfectamente podría cuadrarle al nuestro.
Vivimos un lamentable tiempo de gorrinos y ecologistas de salón –luego, mucho descafeinado y bebidas light- que están haciendo del mundo un bacisquero.

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Antonia Ortiz: Cosas de Córdoba (II) https://elfarodeceuta.es/antonia-ortiz-cosas-de-cordoba%e2%80%88ii/ Sun, 11 Nov 2018 08:38:05 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=345772 Un día Antonia, en la biblioteca municipal -que solía frecuentar no tanto como hubiera deseado-, hojeando un libro, creo, de gramática históricas del español, por casualidad, descubrió la etimología de su apellido: fortis, fuerte. Conocer esto, para ella, fue como un gran chute anímico que le ayudaría en lo sucesivo a conjurar sus horas bajas; […]

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Un día Antonia, en la biblioteca municipal -que solía frecuentar no tanto como hubiera deseado-, hojeando un libro, creo, de gramática históricas del español, por casualidad, descubrió la etimología de su apellido: fortis, fuerte.

Conocer esto, para ella, fue como un gran chute anímico que le ayudaría en lo sucesivo a conjurar sus horas bajas; aunque para estas, para sus no muy frecuentes, afortunadamente, “momentos de tribulación”, desde hacía tiempo, había sabido a quién recurrir: a los estoicos; en especial, a nuestro paisano Lucio Anneo Séneca: sus Diálogos, desde que los descubrió, lo tenía como libro de cabecera.

Entre las grandes amistades de Antonia se contaba María Teresa López: la modelo más famosa de Julio Romero de Torres, que posó, entre otros, para los óleos Ángeles, Carmen, Bendición, La niña de la jarra, La chiquita piconera, su testamento pictórico, y, sobre todo, La Fuensanta; este, en 1953, fue elegido por el Banco de España para ser reproducido por la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre en el reverso de los billetes de 100 pesetas; de medio cuerpo, en el anverso, figuraba el pintor.

Esta, igualmente, en 1965, realizó una serie de diez sellos, de diferentes valores, dedicados al artista y su obra; además de su autorretrato, entre ellos, obviamente, figuraba La chiquita piconera. Muchos días, ya en los últimos años de la modelo, Antonia la invitaba a su casa a comer, donde frecuentemente coincidíamos.

Había nacido, en 1913, en Buenos Aires -“soy más porteña que la milonga”, solía decir-, adonde, tras recibir una herencia, embarcó Inocencio, su padre, con el propósito de “hacer las américas”; pero, al no conseguirlo, debido, sobre todo, a la negativa repercusión que tuvo en Argentina la Primera Guerra Mundial, desanimado, regresó pronto a España: ella contaba entonces siete años. Su padre, me dijo, era natural de Pozoblanco. Su relación con el pintor, como es conocido, dio mucho que hablar en la ciudad, pero, según nos aseguró, entre ambos no hubo nada: “Ser la modelo del pintor me amargó la vida -nos decía-, la llegó a convertir en un infierno.

La gente en las calles, me decía de todo, me insultaba”. A esto vino a sumarse, años después, la canción de Rafael de León, Nicolás Callejón y el maestro Quiroga: La chiquita piconera, que, sobre todo, hizo muy popular Concha Piquer: “Ella lo camelaba con alma y vía / hechisá por la magia de su paleta / y al igual que una llama se consumía / con aquella locura negra y secreta”. “¡Todo falso, mentira!”, nos decía; y además de por la gran diferencia de edad, a ella, como hombre, el pintor no le gustaba. Él, ciertamente, era un reconocido mujeriego que confesó, en varias ocasiones, su pasión por la modelo a su gran amigo Valle-Inclán: se le insinuó innumerables veces, pero ella nunca le hizo caso.

Contrastaba su actitud con la que, en general, solían tener las mujeres hacia el artista cordobés: su popularidad entre ellas era insólita, y, como dice Francisco Zueras Torrens en Julio Romero de Torres y su mundo, un grupo de estas llegó a hacerle un homenaje, en 1924, entregándole un almohadón relleno con rizos de su pelo: esto recuerda algo la fetichista colección de frasquitos con vello de la verija de sus conquistas propiedad del berlanguiano e inefable marqués de Leguineche.

Lo cierto es que “continuamente -sigue diciendo Zueras- se veía asediado en su estudio de la calle Pelayo por humildes o famosas mujeres que deseaban intimar con el pintor, a través del pretexto de ejercer de modelos o de ser retratadas particularmente”: en lenguaje vulgar, se perecían porque se las pasara por la piedra.

María Teresa, ya desaparecido el artista -con veinte años-, se casó y tuvo una hija, Paquita, que murió a los pocos días; en su matrimonio, nos decía -su marido era un maltratador-, fue sumamente desgraciada. Con todo, menos de lo que llegó a ser la bailaora la Cartulina, que, a causa de los celos, al conocer que posaba desnuda para el pintor, fue asesinada por su novio.

Este aire de tragedia y sensual ronda también en el cuadro La nieta de la Trini, pintado en 1929, poco antes de morir; como también dice Zueras, realizado “en homenaje a la famosa cantaora de malagueñas la Trini, a base de un desnudo integral en el que el pintor no evitó detalle realista alguno, como el vello púbico.

La Trini había protagonizado en su tiempo una historia de amor y muerte, al asesinar por celos a su amante, con una navaja, y Julio, cincuenta años más tarde, hizo revivir la historia en su nieta. Rememorando a su abuela, la protagonista del cuadro ofrece el amor con su cuerpo y la muerte con la navaja que lleva en la mano derecha”.

La propagación del infundio de que fue amante del pintor se reavivó recientemente con la publicación de una novela: La mujer morena, de Concha Calleja, publicitada como “La apasionada historia de amor de la musa de Julio Romero de Torres”: obra de un descarado oportunismo, en la que, sin recato alguno, la autora dice haberse permitido “ciertas licencias”, como, por ejemplo, un viaje a Tánger de los supuestos amantes, donde consumaron su amor y María Teresa concibió a su hija, alumbrada cuando el artista llevaba ya varios años fallecido. Tras separarse, María Teresa se ganó la vida como costurera, peluquera o asistenta en casas de familias pudientes: “Serví a muchas mujeres de la alta sociedad cordobesa -nos decía- que me contaron secretos mucho peores que la historia que a mí se me atribuyó”. Natalia Castro, otra de las modelos del pintor -que también lo fue de Benlliure y de Sorolla, quien, al parecer, se la presentó-, sí aseguró haber sido amante del artista y durante un tiempo dio en propalar que ella fue la modelo de los cuadros

La chiquita piconera y La Fuensanta. Al conocer esto María Teresa, le pidió a Rafael, el hijo del pintor que le hiciera un certificado -que nos mostró- en el que acreditara que la verdadera modelo de estos lienzos fue ella. María Teresa, cuando posó para ellos, tenía 16-17 años; Natalia, por entonces, 32-33. Natalia Castro fue modelo para uno de los más conocidos carteles que le encargó al artista la Compañía de Explosivos Río Tinto: Mujer con pistola. Antonia, en su fantasía cordobesa “La noche de tu pelo”, obviamente, hace referencia al mundo del pintor: La Córdoba recatada, la del retiro y silencio, la que llora por Manuel y vela a Julio Romero (…)

En cada patio, un tablao; y en cada flor, un requiebro. Lola, Carmela y Pilar, la chiquita del brasero dejan sus lienzos de gloria y van al Alcázar Viejo, a bailar por soleares y olvidar su luto eterno. María Teresa murió en 2003, a los ochenta y nueve años. Entre la extensa producción pictórica del artista -aparte de los realizados por compromiso o encargo a militares, políticos o miembros de la nobleza- no abunda en retratos masculinos: era contrario a ellos; los que hizo motu proprio fueron a algunos de sus más íntimos amigos: Juan Belmonte, el novelista iznajeño Cristóbal de Castro, el poeta Joaquín Alcalde Zafra, Machaquito, el Guerra y pocos más. Por el contrario, como es de sobra conocido, los retratos realizados a mujeres fueron innumerables; aparte de aquellos en los que se sirvió de modelos profesionales o de muchachas captadas en los barrios populares de Córdoba, pasaron por su estudio mujeres pertenecientes a los más variados ámbitos sociales: actrices (muchas, hoy, desconocidas): Carmen Carbonell, Aurora Redondo, Carmen Gabucio, Adela Carboné (esposa de Cristóbal de Castro), Marichu de Begoña, María Caballé, Elena Pardo, María Palou (mujer del escritor peruano Felipe Sassone); cantantes, canzonetistas y cantaoras (aparte de la Cartulina, ya citada): Pastora Imperio, la Argentinita, Raquel Meller, la Bella Otero, la Fornarina, Muxidora, Emérita Esparza, Carmen Casena (que, es fama, murió de dolor pocos días después de fallecer el maestro), Custodia Romero (la Venus de Bronce), la Rubia de Málaga, Pastora Pavón (Niña de los Peines); bailarinas y bailaoras: Minerva, Elisa Muñoz (Amarantina); escritoras: Carmen de Burgos (Colombine); políticas: Margarita Nelken; nobles: condesas de Colomera y de Casa Rojas; familiares de personajes famosos: Concepción Ruiz (esposa del político Natalio Rivas), la doctora Trigo (hermana del novelista extremeño Felipe Trigo, también médico), Adelaida Portillo (la primera mujer de Andrés Segovia), etcétera, etcétera.

 

La última modelo del pintor que falleció fue Rafaela de la Torre; lo hizo en 2018, en Alcobendas (Madrid), a los 106 años. Capítulo aparte lo constituían los relatos de Antonia sobre la Córdoba negra: Además del ya citado crimen del barbero de la calle de San Pablo, entre otros, narraba muy morosamente, con todo detalle, el más lejano de Cintas Verdes; pero a ellos, el 4 de enero de 1987, vino a sumarse uno de los más horrendos ocurridos en España, y que, desgraciadamente, tuvo lugar en nuestra vecindad: el del catedrático de violín y exdirector del conservatorio Manuel Bustos a manos de su hijo Álvaro, que le clavó una estaca -hecha con la barra de las cortinas- en el corazón, después de esparcir sal y especias por suelo y muebles de la estancia; y, según él, para impedir que pudiera caminar caso de que resucitara, le seccionó el tendón de Aquiles de ambos pies.

Este Álvaro, perteneciente a una secta satánica, en los años setenta formó parte de un famoso grupo musical, Trébol, que tuvo bastante éxito con algunas de sus canciones, especialmente, con Carmen, que encabezó el hit parade en varios países hispanoamericanos. Antonia fue amiga de su madre, fallecida hacía unos años; yo, cuando sacaba su perro a pasear, me lo encontraba muchas veces por el barrio: como suelen declarar generalmente quienes los conocieron, cuando se descubre la índole delictiva o criminal de alguien, su comportamiento y trato con él nunca hizo sospechar nada: era cortés, atento, afable. Jamás dimos en imaginar que pudiera llegar a hacer algo así.

Como dice Santiago Grisolía, los sicópatas tienen un carácter peculiar: “a veces se muestran muy agradables, pero lo hacen con el motivo oculto de engañar y pueden matar a sangre fría”; esta, entiende, es su característica más llamativa. (A este grupo Trébol, curiosamente, durante un tiempo también perteneció un compañero mío de estudios, Carlos de Miguel Prados, madrileño, y el hoy tan conocido abogado de famosos y tertuliano Marcos García Montes).

Años después, cerca de allí, en la calle San Fernando -no lejos de la Cruz del Rastro-, unos atracadores también asesinaron a una vieja que vendía arropías en la puerta de su casa, y a la que yo, en más de una ocasión, cuando volvía la anciana del mercado, ayudé a llevar las bolsas de la compra. Todos estos crímenes, en su día, aparecieron en la prensa; y estos últimos, obviamente, en el sangriento semanario El Caso, que desapareció poco después.

Por cierto: durante los años en que fue ministro de Información y Turismo Gabriel Arias Salgado -uno de los más retrógrados del franquismo-, según cuenta su promotor, Eugenio Suárez, le prohibieron publicar más de dos asesinatos por semana, y, más adelante, se racionó el permiso a uno: si se producían más de dos, el director, debía elegir. Hace unos años se creo en la ciudad una empresa, Córdoba Misteriosa, dedicada a organizar rutas nocturnas que discurren por aquellos lugares donde, en tiempos más o menos lejanos, había sucedido algún tipo de crimen.

Antonia, como María Teresa López, también murió en 2003, el 5 de mayo, a los setenta y ocho años. Hoy, al pasar por la puerta de su casa, en Pozo de Cueto, 8 -junto a la Ribera-, con nostalgia, me ha sido imposible no volver a recordarla.

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Antonia Ortiz: Cosas de Córdoba https://elfarodeceuta.es/antonia-ortiz-cosas-de-cordoba/ Fri, 02 Nov 2018 09:31:03 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=343411 Durante más de medio siglo, las calles cordobesas -ya grácil, ya jamona- vieron pasar a diario la grata estampa cordial de Antonia Ortiz. Había nacido en Baena, en 1925, pero, huérfana de madre, adolescente, se trasladó a vivir a Córdoba acogida por dos tías; una ellas, viuda, recientemente había perdido a una hija de su […]

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Durante más de medio siglo, las calles cordobesas -ya grácil, ya jamona- vieron pasar a diario la grata estampa cordial de Antonia Ortiz. Había nacido en Baena, en 1925, pero, huérfana de madre, adolescente, se trasladó a vivir a Córdoba acogida por dos tías; una ellas, viuda, recientemente había perdido a una hija de su edad. Pero antes Antonia, con apenas once años, desde una de las ventanas de su casa, situada en una de las calles que confluían en la plaza, la tarde del 28 de julio de 1936, pudo ver algo terrible: cómo discurría la sangre, calle abajo, de los fusilados en la matanza que tuvo lugar en ella: “La sangre corría por la calzada como puede hacerlo el agua un día de lluvia”, me contaba.
Su tía viuda, desde que llegó la niña a la ciudad, la enviaba diariamente al cementerio de San Rafael con un ramo de flores para que lo pusiera en la tumba de su hija con una orden -ya fuera agosto o enero-: permanecer allí hasta primeras horas de la tarde vigilando para que ningún visitante se lo llevara. Para distraerse, la muchacha, gran lectora, siempre se llevaba un cestillo -junto con un abanico y un sombrero- alguno de los libros que encontraba en la escasamente surtida biblioteca de la casa: Dumas, Daudet, Victor Hugo, Gaborieau, Manzoni, Xavier de Montepin, Máximo D´Azeglio…, y, a partir de mayo, para evitar el calor, se introducía, con los pies para delante, en alguno de los nichos vacíos de las proximidades. Cuando oía merodear a alguien por la tumba de su prima, interrumpiendo la lectura, prestamente sacaba la cabeza y, según el humor, emitía un fuerte silbido, daba un agudo grito o, arroncando la voz, asustaba al posible ladrón, que, al oírla, salía despavorido, a espetaperros.
Pasados los años, la niña se hizo una mocita que, por su belleza, allá por donde pasaba, era imposible que no llamara la atención: los piropos, chicoleos de los transeúntes y mirones, continuamente, a su paso, no se dejaban de oír. En la calle San Pablo, recordaba especialmente, al pasar por un establecimiento, su dueño -un cordobés espigado, muy moreno y patilludo-, si estaba en la puerta, garbosamente, no dejaba de dirigirle uno de aquellos. Era un conocido personaje que, años después, entraría a formar parte de la lista negra cordobesa: el barbero que asesinó, el 28 de enero de 1943, a un cobrador de Banesto, y, durante las jornadas siguientes, fue arrojando al río su cuerpo a trozos.
El cadáver del barbero, por cierto, tendido en uno de los patios, tuvo ocasión de verlo años después, a los pocos días del crimen, durante su diaria visita al cementerio -recordaba perfectamente en qué parte de su cuerpo impactaron las balas y el tiro de gracia en una sien- recién fusilado por un pelotón de la Guardia Civil en la inmediaciones del camposanto.
(El nombre de este barbero, de segundo apellido, al menos, tan poco común: Reyes Sorroche, por un error inexplicable, muchos años después, fue incluido entre los represaliados por el franquismo en el Muro de la Memoria levantado en ese cementerio: Otro imperdonable fallo como el cometido, años antes, con el busto del recordado presidente mexicano Lázaro Cárdenas, en la calle Córdoba de Veracruz, al que confundieron con Benito Juárez: La perpleja mirada de su hijo Cuauhtémoc todos pudieron verla al descorrer la cortina para descubrir el monumento).
Sus tías regentaban el ambigú del Gran Teatro, adonde, para ayudarles, Antonia acudía también todas las tardes. Allí pudo ver cientos de películas, revistas, obras teatrales y todo tipo de espectáculos; algunos, tantas veces, que llegó a memorizar sin fallo alguno sus diálogos. “James Dean, Victor Mature, Lana Turner, Jayne Mansfield, Alan Ladd, Belinda Lee, Zsa-Zsa Gabor, Robert Mitchum, William Holden, Armendáriz, Mistral, la pobrecilla Marilyn... ¡Cómo lloraba cuando conocía que había muerto alguno de ellos: eran como de mi familia!”, me decía.
En los camerinos, al tiempo, fue testigo de las innumerables broncas y ataques de celos que protagonizaban los artistas. Recordaba particularmente una de aquellas entre Lola Flores y Manolo Caracol, y alguno de estos como el sufrido por la tonadillera Antoñita Moreno por causa de una de las componentes de su compañía de la que estaba perdidamente enamorada.
Todos los artistas de éxito entonces por España, con sus espectáculos, desfilaron por allí: Juanito Valderrama, Antonio Molina, Conchita Piquer, Marifé de Triana, Carmen Morell y Pepe Blanco, Rosita Ferrer, Juanita Reina…
Allí conoció, corriendo el tiempo, al carcabulense Rafael Marín, un funcionario de prisiones con el que no tenía afinidad alguna, pero con el que -presionada por sus tías-, por la golosina de “la paga fija mensual”, años después, llegó a casarse.
(Rafael , me contaba, fue uno de los soldados que, a primeras horas de la tarde del 27 de marzo de 1939, entrando por la carretera de Pozoblanco con las tropas franquistas, “liberaron” Villanueva de Córdoba; la gente, inquieta o esperanzada -harta de tanta guerra y pese a lo frío del día-, salió al Regajito a recibirlos y posteriormente acompañarlos en masa hasta la plaza, donde confluyeron con otras tropas que habían accedido al pueblo por Obejo).
Era una narradora y tertuliana extraordinaria, con una memoria tan sorprendente que podía relatarte, de pe a pa, sucesos acaecidos hacía una enormidad de años como si hubieran acontecido el día anterior; y especialmente, por la cantidad de veces que las había visto, como dije, hasta en sus más mínimos detalles, aunque tuvieran muy complicada trama, infinidad de películas y obras de teatro.
Estas dotes narrativas y conversadoras las pudo apreciar también un día un periodista norteamericano de la revista Nathional Geographic que hacía un reportaje para un número dedicado a Andalucía. Al pasar por su casa, desde la cancela -la dama de noche aún lo aromaba todo- , se detuvo a contemplar el patio; Antonia, que en aquel momento regaba las flores, lo invitó a pasar, y, sentados a la mesa, situada en el centro, tras servirle una copa de moriles y una tapa de jamón -era mediodía-, le empezó a relatar “cosas de Córdoba”. El periodista, encantado, no salió de la casa hasta bien pasadas las tres.
El reportaje apareció en la revista al mes siguiente; por cierto -los yanquis, pese a todo, tienen cosas admirables-, antes de publicarlo la llamaron desde Washington para pedirle permiso para citarla. Yo, que aquel día me había llegado por su casa, cogí el teléfono. El número, en inglés -después aparecería traducido en todo el mundo-, no tardaron mucho en enviárselo.
Entre las “cosas de Córdoba” que contaba recuerdo la gracia con que se refería a lo que entonces llamaban en la ciudad poner rabitos y a las armas que las muchachas, llegado el caso, utilizaban. Se conocía por esto la aproximación libidinosa que algunos mozos y hombres solían hacer a las mujeres, especialmente, en los bolotes de procesiones y verbenas: estos se situaban inmediatamente detrás de ellas y restregaban cuanto podían la bragueta contra el trasero de las mozas. Estas, nada más advertir el primer roce -las decentes se entiende- sacaban el grueso alfilerón con el que salían provistas de su casa e intentaban clavárselo donde mejor pudieran el rijoso. Ella, me decía, lo tuvo que utilizar bastantes veces.
Aunque no conocidos por ella directamente, otra de las cosas a las que se refería con igual gracejo era a unos tipos eroticopopulares conocidos, desde muchos años atrás y hasta mediados del franquismo, como espetaores: ciudadanos, de cualquier edad y condición que, por las noches de verano, buscaban los balcones y ventanas iluminados de las casas para intentar ver a sus vecinas desnudarse. Muchas de ellas, por esto, al retirarse a dormir solían encender tan solo la luz de la mesilla de noche y asegurarse antes de que estaba bajada la persiana; aunque esto no era óbice para que el espetaor, con cuidado, pudiera levantarla con un dedo.
Era un tipo dominado por su obsesión sexual, y, para satisfacerla, le daba igual tener que trasponer al cerro de la Golondrina o a los Olivos Borrachos; la hora, asimismo, no suponía impedimento: le era indiferente que fueran las doce de la noche o las cinco de la madrugada.
El buen espetaor, como mínimo, debía llevar tres herramientas: una barrena de regular tamaño, una linterna y una vara capaz de sostener en su extremo el peso de una cortina o de apartar un estor que le impidiera ver bien a la mujer o moza.
Alguno, curiosamente, se hizo pasar por fijador de carteles publicitarios y debía ir provisto de cubo con engrudo, brocha, rollo de afiches y escalera.
A veces estos sujetos se llevaban tremendos chascos, como aquel que, al levantar la persiana de una ventana, en lugar de una garrida moza, vio a un difunto amortajado en su ataúd; o aquel otro que, al no llevar la vara de reglamento, confiado, introdujo el brazo para apartar el estor, y, al advertirlo , se lo agarró el dueño de la casa al tiempo que le decía con bronca voz a su mujer: “¡María, trae el jacha!”.
Otros, se cuenta, en lugar de las herramientas habituales, llevaban una larga goma para sorber de dornillos y cazuelas -eran los años del hambre y aún no había neveras ni frigoríficos en las casas- el gazpacho puesto a refrescar en ventanas y balcones; una vez, en el alféizar de una de estas, para escarmentar al succionador, las vecinas pusieron un bacín lleno de orines.
Todos los años, durante los últimos meses del curso, les alquilaba a un grupo de estudiantes norteamericanas la planta baja de la casa: eran alumnas del programa PRESHCO (Programa de Estudios Hispánicos de Córdoba), que se impartía en la cercana Facultad de Filosofía y Letras.
Solían llegar el día 1 o 2 de mayo, cuando la ciudad bullía con las fiestas de la Cruz y de los Patios, y, hacia fin de mes, la feria; al ver aquello, al principio, las estudiantes creían que la ciudad todo el año estaba así, en diversión continua.
Durante su estancia en Córdoba lo pasaban en grande: por las tardes, vueltas de las clases y tras almorzar, en biquini, se solían subir a tomar el sol a la amplia terraza de la casa hasta que se ponía este. Un año le regalé a Antonia varios libros que había adquirido en la Corredera, en una librería de lance, de la colección Laurel, de la Editorial Bruguera: eran excelentes, atinadas antologías, en rústica y octavo menor, tituladas: Las mejores poesías de amor argentinas, centroamericanas, uruguayas, colombianas…, realizadas por el poeta chileno Alberto Baeza Flores (padre de la cantante y actriz Elsa Baeza). Figuraban en ellas cantidad de vates, de los siglos XIX y XX, de estas nacionalidades: Enrique Banchs, Marasso, Gutiérrez Nájera, Nervo, López Velarde, Buesa, Del Casal, Barba Jacob, Carranza, Pezoa Véliz, Neruda, Froilán Turcios… Pronto se llegó a aprender muchos de estos poemas de memoria. A la caída de la tarde, seguida de su perro Yamil, acostumbraba a subir a la azotea, y, después de la lectura de la breve biografía del autor preparada por el antólogo, se los recitaba a las muchachas, puestas en corro y extasiadas. Yamil, tendido a la sombra en un rincón, también escuchaba atentamente y observaba los visajes y el aleteo de manos de su ama.
Al finalizar el curso y despedirse, todas las promociones de estudiantes repetían año tras año: “Gracias, señora Antonia: Casi hemos aprendido más lengua y literatura con usted que en todas las clases de la facultad”.
Antonia, que solo asistió al colegio hasta los siete años, también había hecho sus pinitos como poeta. Dentro de la más pura tradición local había compuesto, hacía años, La noche de tu pelo (Fantasía cordobesa), que, a veces, también solía recitar a las norteamericanas:
(…)
El campo de la Merced,
el barrio de los toreros.
Allí solo huele a gloria
de lances lagartijeros.
En la plaza conde Priego
allí huele a Manolete;
a Manolete quieto,
citando a un toro de nubes
con un capote de cielo…

Este extenso poema consta de cinco partes de sugerentes títulos: “Búsqueda del aroma inefable”, “Por el rumor del río”, “Silencio elocuente”, “Los trémolos de cante” y “La fragancia encontrada”; a veces, a petición de las monjas que la dirigían, lo acostumbraba a declamar también en algunas de sus frecuentes visitas a una residencia de ancianos de la zona. No muy lejos de esta y de su casa, curiosamente, residió hasta su muerte en 1968 el poeta pontanés Ricardo Molina.

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Tito en Los Pedroches (II) https://elfarodeceuta.es/tito-en-los-pedroches-ii/ Mon, 25 Jun 2018 06:50:12 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=310881 En torno a Tito -ya desde antes de la guerra civil- existe otro misterio: su supuesta estancia en Argentina. Según algunos periodistas e historiadores llegó al país el 20 de octubre de 1930. Residió en Berisso (conocida como “La Capital del Inmigrante”), cerca de La Plata, donde trabajó como mecánico en dos empresas frigoríficas haciéndose […]

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En torno a Tito -ya desde antes de la guerra civil- existe otro misterio: su supuesta estancia en Argentina. Según algunos periodistas e historiadores llegó al país el 20 de octubre de 1930. Residió en Berisso (conocida como “La Capital del Inmigrante”), cerca de La Plata, donde trabajó como mecánico en dos empresas frigoríficas haciéndose llamar Walter.

Allí, entre los obreros, como es fácil suponer, hizo proselitismo de su ideología marxista; por ello, al ser considerado por las autoridades un elemento peligroso, al año siguiente fue deportado a su país. También se comentó que había participado en el atraco a un banco “para recaudar fondos para la causa anarquista”, y que igualmente estuvo un tiempo residiendo en San Juan, donde trabajó en la construcción de una vía pública.

Al parecer era un gran aficionado al fútbol, apasionado seguidor del equipo Czvene Zvezda, de Belgrado, que usaba una camiseta idéntica a la de Estudiantes de la Plata; por eso, según se dice, nada más llegar al país del Cono Sur se hizo hincha de este equipo.

Muchos años después, durante una gira del equipo por Europa, en 1968, fueron invitados a jugar en Belgrado. Antes del encuentro los futbolistas tuvieron la oportunidad de ser saludados por el ya mariscal y presidente Tito. Acompañaba a la delegación el exjugador Nolo Ferreyra, integrante de la famosa delantera del 30 llamada “Los Profesores”.

Al encontrarse, según parece, Tito le dijo en perfecto castellano: “A usted lo vi jugar muchas veces en La Plata. No puedo olvidar ese equipo”, y le dio la alineación completa de esos años. Fue, como es obvio, para todo el equipo una sorpresa. Con todo, la permanencia de Tito en Argentina, como la tan discutida en España, es igualmente puesta en duda.

Entre la numerosa bibliografía sobre el personaje son de destacar: Tito. Biografía crítica (1982), del exjefe comunista partisano, exvicepresidente, expresidente de la Asamblea Nacional y uno de los principales disidentes de su régimen Milovan Djilas. Ya antes, en La nueva clase (1957), criticó, como también hace notar Carrillo en sus memorias, el extremado gusto por el lujo y la vida aristocrática del mariscal y demás dirigentes del país, por lo que Djilas fue a la cárcel: “Se adquirieron casas de campo, los mejores muebles, las decoraciones más costosas y cosas similares; se construyeron barriadas especiales y casas de reposo exclusivas para los más altos gerifaltes del aparato burocrático, para la élite de la nueva clase.

En algunos sitios el secretario del Partido y el jefe de la Policía secreta no solo se convirtieron en las máximas autoridades sino que obtuvieron las mejores viviendas, automóviles y otras muestras evidentes de privilegio”. Carrillo dice: “Me chocaba un poco la ostentación con que vestía, su sortija de oro y su alfiler de corbata, piezas sin duda caras”.

Por otra parte Djilas dijo que, para él, Tito no estaba dotado de talento militar ni como estratega ni como táctico. En su libro Guerra de guerrilleros le discute no solo sus conocimientos castrenses, sino también su capacidad para ejercer el cargo de comandante en jefe. “Los estrategas de mayor relieve -según Djilas- sostienen esta misma opinión, lo que se pudo comprobar en la práctica”.

También son notables la monumental Tito, de Jasper Ridley y Tito en la resistencia, de William Deakin. Ninguna de ellas nos aclara nada sobre el asunto. Otro estudioso del personaje fue Vladimir Dedijer, cuya Contribución a una biografía de Josip Broz Tito, en varios tomos, debido a las críticas que levantó en el país el segundo de ellos, su publicación fue interrumpida; quedaban por aparecer, en Yugoslavia al menos, el tercero y cuarto.

Preguntado en una ocasión Dedijer sobre si la leyenda de la presencia de Tito en la guerra civil española había tenido algo de realidad dijo: “Hay que dejar a las leyendas sobrevivir, a veces creo que son las fuentes más preciosas de la historia”.

Pasando ya directamente al tema del artículo: mi familia materna -concretamente mis abuelos, sus dos hijas y su hijo menor, Rogelio, de quince años- pasaron gran parte de la guerra la guerra en un cortijo, propiedad de un sobrino de mi abuela, situado cerca de Conquista. Esta, un día, envió a mi tío al pueblo para que recogiera unas ollas de la casa.

En esta, situada en la calle Palma, 14, habían instalado unas oficinas y su residencia varios jefes de las Brigadas Internacionales.

Los servicios secretos alemanes, por otra parte, tenían conocimiento de la estancia del croata en nuestro país, y en la primavera de 1943

Lo hicieron allí porque, con otras de los “ricos del pueblo”, eran de las únicas casas que disponían de agua corriente; de su abastecimiento se encargaba la Sociedad Minero Metalúrgica de Peñarroya (SMMP), de capital francés, que explotaba además, entre otras, las minas de carbón y plomo de Peñarroya-Pueblonuevo, Puertollano y otros pueblos de la zona.

Mi abuelo no es que fuera “rico” sino el administrador de la empresa La Eléctrica de Villanueva de Córdoba; por su cargo, en varias ocasiones le fue solicitado por esta sociedad minera algún favor, que, en agradecimiento, correspondió de esa forma: instalándole en su domicilio el agua, que procedía de La Garganta (Ciudad Real).

Mi tío, tras recoger de la bodega lo encargado por mi abuela, se dispuso a partir, pero antes, uno de los militares extranjeros que allí estaban lo llamó para entregarle algo: una lata de carne de vaca, presumiblemente soviética: Era el futuro mariscal Tito.

Carrillo dice: “Me chocaba un poco la ostentación con que vestía, su sortija de oro y su alfiler de corbata, piezas sin duda caras”

Le oí contar la anécdota varias veces a mi tío; y a él, pese a su poca edad, nunca le cupo duda sobre la identidad del obsequiante: por las numerosas fotografías del líder -ya gran figura política mundial- que posteriormente pudo ver en revistas y periódicos y por alguna otra creíble información siempre se reafirmó en ello: era Josip Broz Tito.

Años después, en pleno franquismo, decidió escribirle una carta -siempre lo recordó con gran afecto- al ya veterano mariscal y jefe del Estado yugoslavo, en la que se identificaba como el joven, hijo de los dueños, que acudió un día a la casa, y le recordaba y volvía a agradecer el regalo -que sin duda él tendría más que olvidado- de la lata.

Pero, aconsejado por alguien del pueblo -lo más seguro que un maestro o alguna otra persona con estudios-, la misiva nunca llegó a echarla al correo: estaba en su plenitud la dictadura y aquello, de una u otra forma, podría crearle problemas. Como dato significativo –lo que da idea de su integridad-, cuando partieron los interbrigadistas, la casa quedó intacta: ni tocaron ni desapareció nada. Hace unos años, en el libro Polifemo vive al Este.

Viaje a la trastienda de Europa (2015), de Daniel Pinilla, que visitó su pueblo natal: Kumrovec, también asegura que Tito residió, durante la guerra civil, un tiempo en Villanueva de Córdoba, donde era conocido por los vecinos, con algunos de los cuales -no tuvieron las prevenciones de mi tío- “pasaría luego años carteándose, incluso cuando ya era el mandamás de Yugoslavia”. Dice haber tenido conocimiento de ello por un compañero de estudios jarote -gentilicio de los naturales de la villa- que se lo oyó referir en numerosas ocasiones a su abuelo, vecino del yugoslavo durante el tiempo que estuvo en la localidad.

Este hecho, la estancia del futuro mariscal en Villanueva, tanto la que tuvo lugar en la casa de mis abuelos como a la que se alude en el referido libro debe de ser la misma; actualmente en el pueblo -aunque siempre se oyó algún comentario sobre ella-, es un asunto no muy divulgado. La identidad de los corresponsales, hoy por hoy, la desconozco.

En resumen: después de todo lo dicho, ya tan solo por el reiterado testimonio de mi tío y, sobre todo, por el totalmente fiable de Carlo Penchienati -como a los historiadores que he citado-, no me cabe duda de que, durante la guerra civil, por más o menos tiempo, Tito estuvo en España combatiendo con las Brigadas Internacionales.

Con posterioridad, nuevas informaciones han afianzado más, si cabe, esta convicción: durante diversas declaraciones y entrevistas personajes muy cercanos al mariscal, como su colaborador Edvard Kardelj, el escritor croata Miroslav Krleza y Dolores Ibárruri, entre otros, dejaron caer que sí luchó en España.

E, igualmente, en un artículo aparecido en The Observer, en 1943, se afirmaba que “la guerra civil española había sido una gran experiencia para Tito”. Los servicios secretos alemanes, por otra parte, tenían conocimiento de la estancia del croata en nuestro país, y en la primavera de 1943, cuando pusieron precio a su cabeza, dijeron que “para la realización de sus propósitos se entrenó en la guerra civil española y en la URSS, donde conoció todos los métodos terroristas”.

Y, sorprendentemente, en 1953, ordenó a su biógrafo oficial, el ya mencionado Vladimir Dedijer, que suprimiera del tomo correspondiente de la nueva edición ampliada de su biografía lo que el año anterior había declarado (5-V-1952) en la tan citada entrevista concedida al Life, en la que, si bien reconocía haber pasado un día en Madrid, negaba haber combatido en nuestra guerra.

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Tito en Los Pedroches (I) https://elfarodeceuta.es/tito-en-los-pedroches-i/ Sun, 10 Jun 2018 00:15:39 +0000 https://elfarodeceuta.es/?p=304765 Cuando se suscita el asunto de la guerra civil española, una de las preguntas más recurrentes suele ser si Josip Broz Tito -posteriormente mariscal, jefe del gobierno y presidente de Yugoslavia- participó en ella como miembro de las Brigadas Internacionales. Sí está fuera de toda duda -él lo reconoció siempre- que, en París, montado por […]

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Cuando se suscita el asunto de la guerra civil española, una de las preguntas más recurrentes suele ser si Josip Broz Tito -posteriormente mariscal, jefe del gobierno y presidente de Yugoslavia- participó en ella como miembro de las Brigadas Internacionales. Sí está fuera de toda duda -él lo reconoció siempre- que, en París, montado por la Komintern, trabajó en el centro de reclutamiento de voluntarios para su venida a España.

Aunque, según dijo en numerosas entrevistas -entre otras, aparte de la famosa al Life (1952), una concedida al periodista de TVE Javier Pérez Pellón-, negó haber estado en nuestro país; en otras ocasiones, según el unánimemente tenido como mejor libro sobre el tema: Las brigadas internacionales en la guerra de España, de Andreu Castells, si bien por muy escaso periodo, declaró haberlo hecho: “En contra de lo que se ha dicho, yo no he luchado nunca en España, solo hice una breve estancia, pasando un día en Madrid”. Pero, a juzgar por las múltiples declaraciones de antiguos combatientes republicanos y civiles que dijeron haberlo visto o tratado en diferentes lugares del país, la estancia debió de ser más prolongada y no limitada solo a la capital de España.

Existen fotografías en las que aparece (o alguien con un gran parecido físico con él) junto a otros combatientes; y personas, como un ciudadano albaceteño, que, tras ser asaltado en su casa, presumiblemente para robarle, dio muerte al intruso. Al día siguiente lo apresó un grupo de brigadistas que lo condujeron a la Escuela Militar Superior, en Pozo Rubio (Albacete), para interrogarlo; una vez allí, según dijo, dio pormenorizadas explicaciones del suceso ante un alto mando de las Brigadas Internacionales, que, tras escucharlo atentamente, dejó al hombre en libertad: era Josip Broz Tito. Y concluye: “Entendió que lo único que hice fue defender a mi familia de alguien que había entrado por la chimenea de la casa con poco dudosas intenciones”.
Otro albaceteño, estudiante de Medicina, que trabajaba en el hospital de Hellín, en 1937, dijo haberle curado unas heridas.

En El Español (29-II-1964), por otra parte, apareció un poco creíble artículo, que me ha sido imposible consultar, firmado por María J. Albiñana titulado “Episodio inédito: Tito herido en la guerra de España. Un médico “fascista” le salvó la vida”. Poco creíble porque si el doctor al que se refiere, como parece, hubiera sido José María Albiñana este fue fusilado el 23 de agosto de 1936: Tito, de ser cierta su venida a España, aún no habría llegado.

Ya en Barcelona, a un soldado de Jaén le encargaron un día que llevara un paquete de provisiones a unos altos mandos militares instalados en un chalé de las afueras; uno de ellos, según le dijo el conductor que lo acompañó y él pudo posteriormente comprobar, también era Tito: lo reconoció, acabada la guerra, en la fotografía de un periódico hecha en Francia. Varias personas más aseguraron haberlo visto en Viladrau y Figueras.

En otras ocasiones, según algunos historiadores como Pero Simic, Tito fue el “jefe de los liquidadores” en España; o sea, de los encargados de eliminar a todo elemento considerado disidente del estalinismo (trostkistas), pese a todo, también se dice que Tito fue mandado asesinar por la NKVD (policía secreta) y suplantado por un impostor.

Al finalizar la II Guerra Mundial Tito tardó varios años en regresar a Yugoslavia y volver a su pueblo. Su madre, según algunos testimonios, dicen que lo extrañó: “Este no es mi Joza (hipocorístico de Josip)”, dicen que dijo.

De hecho, durante la guerra civil, toda la cúpula del Partido Comunista de Yugoslavia fue eliminada en las purgas estalinistas en Rusia donde estaban exiliados. Solo se salvó Tito. Y la pregunta que entonces cabe hacerse: ¿por buen comunista o porque no estaba en la URSS?

También se ha barajado la hipótesis de que algunos de los interbrigadistas yugoslavos de parecido físico se hacían pasar por él o tomaban igual sobrenombre: Tito, que según algunos, fue puesto por camaradas españoles que tenían dificultad al pronunciar su nombre.

Pese a todo hay historiadores que dan por segura su presencia: Andreu Castells, en el libro citado, dice: “Muchos de los que combatieron en España, en las Brigadas Internacionales, alcanzarían un gran renombre al regresar a sus países durante la segunda guerra mundial y después de ella: Pietro Nenni, que fue ministro de Asuntos Exteriores de Italia; Luigi Longo, vicepresidente de PCI; Charles Tillon, ministro del Aire en Francia de 1945 a 1948; Rol-Tanguy, héroe de la Resistencia francesa; André Malraux, ministro de Cultura del general De Gaulle; Enver Hodja, jefe del Estado de Albania; Walter Ulbricht, jefe del Estado de la Alemania oriental; Josip Broz “Tito”, jefe del Estado de Yugoslavia; Erno Gerö “Pedro”, ministro de Comunicación de Hungría; Ladislas Rajk, ministro del Interior de Hungría, y tantos otros.” Este párrafo fue recogido por Antony Beevor en una nota de su magnífica La guerra civil española.

Y en otra parte del libro de Castells:

“En las Brigadas Internacionales, Broz sería conocido bajo el nombre de Tomanek, nombre que, efectivamente, antiguos brigadistas creen recordar”.

“En los primeros tiempos, antes de endurecerse la disciplina, los servicios de información de los internacionales estuvieron controlados por el búlgaro Karanov y el húngaro Firtos (Lazlo Rajk). Este conoció en España a Tomanek, el futuro mariscal Tito de Yugoslavia”.

“Josip Broz-Tito, el Tomanek de la guerra de España, cuando el 29 de marzo de 1941 las panzerdivisonen invadieron Yugoslavia…”

Otro solvente historiador, Julián Casanova, en República y guerra civil escribe: (Los brigadistas) “no volvieron porque la República fue derrotada pocos meses después y muchos de ellos además, cerca de 10 000, ya habían muerto en el suelo español y otros 7000 desaparecieron. Algunos de los que sobrevivieron llegaron después a figuras ilustres, escritores y políticos, en sus respectivos países, como Josep Broz “Tito”, Pietro Nenni, Luigi Longo, Walter Ulbricht o André Malraux”.

Para estos historiadores debe de haber resultado decisivo el testimonio de Carlo Penchienati, un interbrigadista italiano hostil a Nenni y a los comunistas, jefe de la XII BI: en sus memorias, I giustiziati accusano. Brigate Internazionali in Spagna (Roma, 1965), asegura que Tito perteneció al batallón Dimitrov -también conocido como el de las Doce Lenguas- y fue comandante de la primera compañía, formada por balcánicos y rusos; la tercera, formada por italianos, estaba al mando suyo y del comisario comunista Anillo Giorgi. Según él, Tito dejó las Brigadas Internacionales a fines de mayo de 1937.

Por otra parte, Vjeran Pavlakovic, en su artículo “La historiografía yugoslava y la guerra civil española”, escribe: “A pesar de 70 años de abrumadora evidencia de que Tito nunca estuvo en España durante la Guerra Civil subsisten historiadores que se basan en frágiles “pruebas”, en comentarios fuera de contexto, en afirmaciones hechas en reuniones informales y en teorías conspiratorias para sugerir que la misión de Tito en España fue una de las maniobras encubiertas más importantes del PCY”.

Según Hugt Thomas, la negativa a admitir su estancia en España se explica, sin duda, por algún aspecto del asesinato de Milan Gorkiç (secretario general del Partido Comunista de Yugoslavia), que también se encargó de organizar el envío de voluntarios para las brigadas desde París. Tito, en 1936, remitió un informe negativo a la policía secreta rusa sobre este, a quien acusó de trostkista y traidor: un año después fue ejecutado en Moscú. Tito, que le sucedió en el cargo, según esto, llegó a la cima del partido por delator.

Santiago Carrillo, en sus memorias, al referirse a la despedida hecha a las brigadas, el 28 de octubre de 1938, en la avenida 14 de abril (la Diagonal) de Barcelona, dice no haber olvidado, entre los yugoslavos, a “amigos queridos como (…) Kotxa Popovic, más tarde vicepresidente de la República Yugoslava, que ocupando ese cargo conducía personalmente su pequeño 600, como cualquier obrero, sin escolta alguna, o a Kosta Naj, Velko Vládovic, Ivo Vejboda, Peko Dápcevic y otros que mandaron más tarde las divisiones guerrilleras de Tito en la segunda guerra mundial”. Como puede verse no cita a este como interbrigadista.

Carrillo dice haber conocido al futuro mariscal en 1948, por tanto, ya concluida la contienda. Su segundo encuentro fue en 1965 en que, acompañado por Dolores Ibárruri y algún otro miembro del partido, lo visitó en la isla de Brioni. La noche de ese día, sigue diciendo, “nos invitó a cenar junto con un grupo de camaradas, la mayor parte de los cuales habían luchado en las Brigadas Internacionales, que ahora eran jefes militares y políticos de primera fila en Yugoslavia”, entre los que estaban varios de los anteriormente citados. Tito se retiró al comienzo de la madrugada, “pero los demás continuamos juntos hasta las seis de la mañana, entonando a coro canciones de la guerra de España y de la guerra contra los nazis, muchas de las cuales tenían la misma música que las canciones de guerra soviéticas. Bebíamos vino con sifón como hubiéramos podido hacerlo en España. Entre canción y canción se mezclaban las anécdotas sobre episodios de las dos guerras vividas por aquellos hombres, que igual que nosotros, se emocionaban hasta las lágrimas con los recuerdos de España”.

A partir de ese día y hasta su muerte, sigue diciendo Carrillo, se encontró con Tito una o dos veces al año.

En el libro, el mariscal aparece citado, obviamente, en innumerables ocasiones, pero, como hemos visto, nada dice ni insinúa -al contrario- sobre su supuesta presencia en nuestro país.
Por su parte, Ilyá Ehrenburg en Gentes, años, vida (Memorias), que el 26 de julio de 1937 dijo haber vagado “por la ciudad de Pozoblanco, en el frente sur”, ni una sola vez nombra al yugoslavo, al que algunos aseguraron haberlo visto tiempo atrás allí apoyando a Pérez Salas.

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