Dicen que el paso del tiempo lo cura todo. Que incluso ayuda a olvidar los malos momentos. Eso dicen. También que el cuerpo echa costras y que el dolor que ha podido partirte el alma termina transformándose en algo pasajero que solo asoma en fechas concretas, como los aniversarios. Eso dicen. Lo cierto es que nadie más que uno sabe cómo se ‘asimilan’ las ausencias o se hace como que se ‘asimilan’. Nadie más que uno puede ser capaz de conseguir que el dolor por la pérdida de un ser querido camine cual sombra en el resto de nuestras vidas, formando una tela invisible que en ocasiones, sin saber por qué, se rompe y te hace llorar en silencio, porque las penas en silencio se llevan mejor, por eso de que no tienes que andar explicando al otro lo que sientes, lo que sufres, lo que en ese momento ha hecho que reventaras en mil pedazos.
La ausencia de un ser querido nadie la suple. Dicen que hay que aferrarse a la fe. A veces funciona. Otras, el cúmulo de interrogantes llega a causarte tal agobio que ni recurrir a esa fe calma el vacío que se crea en tu interior. Cuando falta un ser importante en tu vida, una pieza clave, tan clave como para haber sido tu referente durante el tiempo que te acompañó, resulta complicado encontrar esa fórmula que aporte la serenidad, la paz y la normalidad quebrada. Porque la vida deja de ser la misma, deja de ser normal, deja de ser esa receta perfecta con sus defectos y virtudes en la que todos los ingredientes casaban.
Ya nada es igual, todo cambia desde el momento en que por un acto irracional tecleas los números de un teléfono que nunca va a ser descolgado por esa persona a la que insistes en escuchar o cuando repones una y otra vez las palabras que dejó en un mensaje de contestador descubierto por sorpresa y que se han convertido en el mejor tesoro. El tiempo cura todo, eso dicen. Calma el espíritu, ayuda a comprender, a convivir con el dolor, con la desgracia, con la pena, con el compromiso nunca realizado... eso dicen.
Hay dolores tan profundos como humanos, tan fuertes como inesperados, tan hirientes que ni el tiempo calma, ni el tiempo domina, ni el tiempo ayuda a olvidar. Y vivimos lo que nos queda de vida sabiendo que ya no caminaremos de la misma forma, que ya no seremos los mismos, que parte de nuestra esencia se quedó en el camino sin pedir permiso para abandonarlo.
Cinco años ya, y nada vuelve a ser como antes de ese desgraciado 10 de enero ni nunca lo será.